lunes, diciembre 04, 2017

Marguerite Harrison: una espía norteamericana en Rusia



En 1920, una periodista de la Associated Press llegaba a Moscú. Con intereses ocultos, entrevistó a importantes dirigentes bolcheviques. A los seis meses era apresada.

Con la espada y con la pluma

En agosto de 1920 los periodistas Charles Merz y Walter Lippmann –quien décadas más tarde acuñaría el término “Guerra Fría”- publicaban un estudio sobre la cobertura del New York Times de los acontecimientos rusos, desde el derrocamiento del zar hasta esa fecha. Lo titularon “Una prueba a las noticias” y su conclusión fue contundente:
“Creemos que los estándares profesionales del periodismo no son lo suficientemente altos (…) para conducir a la prensa de manera exitosa a través de una prueba tan severa como es la Revolución.”
Ambos especialistas señalaban que los reporteros norteamericanos evidenciaban una falta de conocimiento de Rusia así como una excesiva confianza en cualquier burócrata menor del Gobierno Provisional (es decir, anterior a la toma del poder por parte de los bolcheviques). Además distinguían la influencia de los intereses políticos editoriales en cada nota. Entre 1917 y 1920, el Times había anunciado que el régimen soviético iba a ser depuesto en no menos de 91 ocasiones; 4 veces señaló que Trotsky y Lenin iban a abandonar el país; 3, que lo habían hecho; 2 veces que Lenin se jubilaba; 3, que se encontraba en la cárcel; y 1, que había sido asesinado. Corrían en Estados Unidos tiempos de histeria anti radical y el presidente Woodrow Wilson lanzaba una ofensiva sin precedentes contra los trabajadores.
Como atestigua el historiador Philip Foner, la difamación encontraba todo tipo de pretextos. El 26 y 31 de octubre de 1918, podía leerse en aquel diario que el Gobierno soviético había establecido un “Buró del amor libre” que garantizaba una “ilimitada provisión de mujeres” a cada hombre bajo la única restricción de “no usar a cada mujer más de tres veces a la semana por tres horas”. Delirante.
Incluso algunos medios críticos hacia el gobierno soviético, como el New Republic, The Public y Dial, denunciaban la parcialidad de los formadores de opinión pública. Frente a la desinformación imperante, en 1917 cuatro corresponsales se trasladaron al centro de los hechos. Se trata de John Reed, Louise Bryant, Bessie Beatty y Albert Rhys Williams, quienes formaron un grupo compacto de profesionales encantados por la acción de las masas y simpatizantes de la causa comunista.
Marguerite Harrison llegaba tres años después. Cuando la Associated Press le propuso a esta periodista viajar durante los primeros años de gobierno revolucionario, aceptó de inmediato. Tenía sus propios motivos: había sido contratada como espía por el gobierno norteamericano. Su obra Abandonada en Moscú: la historia de un mujer americana aprisionada en Rusia (1921), ejemplifica como ninguna el rol de la prensa imperialista. A la vez, sugiere discusiones que tenían lugar entre las clases dirigentes; y –casi contra su voluntad- deja entrever los innegables avances de los bolcheviques en materia de derechos para los trabajadores y las mujeres.

La profesión al ‘servicio’ del Estado yanqui

Harrison no vivió los momentos decisivos de 1917. Sin embargo experimentó las consecuencias de la guerra civil así como los primeros efectos de las medidas ingeniadas por los bolcheviques. Lo hizo como agente del Estado norteamericano, según quedó registrado en su solicitud de servicio al jefe de la División de Inteligencia militar de la Armada.
Su carrera como informante fue tardía. Proveniente de una familia acaudalada, la súbita muerte de su esposo la obligó a trabajar por primera vez promediando los cuarenta años. Pese que contaba con poca experiencia periodística, su influente cuñado y gran inteligencia le habían permitido encontrar su lugar en medios gráficos, convirtiéndose en especialista de guerra.
Arribó a Rusia en 1920 de manera irregular. Debido que su visa había sido negada, se trasladó a Varsovia en invierno de ese año para luego atravesar las trincheras y la “tierra de nadie” engendrada por el conflicto polaco-soviético. Finalmente anduvo por una ruta de contrabando, acompañada de su intérprete, hasta entregarse a una patrulla del Ejército Rojo que la derivó a la Oficina de Asuntos Extranjeros. Dos semanas más tarde llegaba a Moscú donde permaneció por dieciocho meses: seis meses bajo supervisión y diez en prisión. En este tiempo logró conocer a Lenin, habló con Trotsky y obtuvo entrevistas de Chicherin, Rikov y Lunacharsky.
Como no podía ser de otra forma, Harrison era enemiga del poder soviético y esta subjetividad tiñó su relato. Tergiversando los hechos, difundía que la toma del poder había sido una obra pergeñada por un minoría sangrienta liderada por Lenin. Y, frente a los retratos de Karl Marx que encontró en su periplo, escribía:
“Nada va a hacerme creer jamás que ese hombre era tan inteligente como creían sus apóstoles. (…) Más que nada detesto su barba, que pretende ser benevolente. Ningún hombre que evoca la fuerza bruta de una minoría por sobre la mayoría tiene el derecho a una expresión benevolente ni a una barba que parece de abuelo.”

Nobleza obliga

La reportera, empero, no pudo dejar de admitir los aciertos del Estado obrero. Uno de los primeros lugares que conoció fue Krupki –un pueblo rural cercano a Mogilev, en Bielorrusia- donde verificó el apoyo de los campesinos a los comunistas. “Tuvieron la tierra, sus hijos tenían una mejor educación, eso era la revolución”, concluía la autora.
Allí, Harrison también pudo observar de primera mano las escuelas del Ejército Rojo para los iletrados. En Orscha, visitó las “Universidades del pueblo” -las cuales contaban con cursos técnicos y clases para adultos iletrados- y, en Vitebsk, la Escuela Política del Ejército Rojo. Luego de contemplar el sistema y sus resultados, cotejó que en aproximadamente dos meses, los hombres y mujeres analfabetos podían adquirir una educación rudimentaria. Y distinguió la impartición de clases de economía política, historia, marxismo y de capacitación para llevar propaganda entre obreros y campesinos, que involucraba lecciones de periodismo, escritura de panfletos y diseño de posters.
La enviada norteamericana también quedó encantada con el acercamiento de las producciones culturales a trabajadores y campesinos. Harrison aceptaba la audacia del sistema educativo ruso aunque agregaba que, en los hechos, se veía refrenado por las dificultades materiales. Lo mismo atestiguaba sobre el sistema de salud. En efecto, la autora insiste en el problema de escasez de alimentos y recursos en todos los ámbitos. Olvidaba mencionar que ello se debía tanto al aislamiento de la revolución como al atraso que arrastraba Rusia, magnificado por la presencia de catorce ejércitos imperialistas que buscaban sofocarla. Sólo a fines de 1920, más de once millones de personas habían muerto a raíz de las enfermedades, el hambre, las bajas temperaturas y los enfrentamientos. Es en ese marco que, muchos de los libros que imprimía el Estado para alfabetizar, acababan avivando las fogatas en invierno.
Otro elemento que sorprendió a la corresponsal, es el peso que los bolcheviques daban a la cuestión nacional, reflejado incluso en la escolaridad bilingüe. Por otro lado, resaltaba las medidas en torno a la maternidad:
“[Las madres] Reciben una dieta especial después de los primeros meses de embarazo que continúa por cierto tiempo luego del nacimiento del niño. También tienen tres meses de licencia con salarios completos y reciben material para la ropa del niño”.
Éstas constituían sólo un aspecto de lo conquistado por las mujeres durante esos años. Además, se instauró la igualdad legal entre los sexos; se reconocieron las uniones de hecho; se estableció el divorcio; se legalizó el aborto; se crearon guarderías, lavanderías y comedores comunitarios; y se eliminó la criminalización de la homosexualidad. Inmersos en contradicciones dictadas por la guerra civil, a través de medidas propias del período de transición, los revolucionarios prefiguraban una sociedad librada de toda explotación y opresión.

Cara a cara con el periodismo revolucionario

El primer arresto de Marguerite Harrison ocurrió el 4 de abril de 1920 pero los cargos fueron prontamente retirados a falta de pruebas. El segundo, mucho más prolongado, tomó lugar del 20 de octubre de ese año. Es decir, al día siguiente de la muerte de John Reed, cuando la espía decidió visitar a Louise Bryant, compañera y colega del periodista.
Ello, sumado a sus constantes vínculos con prisioneros extranjeros y miembros de la Cruz Roja, alertó a la Cheka de sus trabajos para los servicios de inteligencia estadounidenses. En sus crónicas, Harrison alegaba que ella había acudido a la viuda para expresar su pésame y sólo la “psicología bolchevique” podía considerarlo un acto de espionaje. A la vez, aseguró que Bryant estaba muy molesta con el hecho de que enterraran al periodista en Moscú ya que “John era un verdadero americano”.
Contra este relato falso, Louise Bryant afirmaba en una carta publicada por el periódico The Liberator:
“He estado en la Plaza Roja desde entonces –desde el día en que toda esa gente enterró con honores a nuestro querido Jack Reed. He estado allí durante las tardes atareadas (…). En una ocasión, unos soldados se acercaron a la tumba. Se sacaron sus sombreros y hablaron con veneración: ‘¡Qué buen compañero era!’, dijo uno. ‘Atravesó el mundo por nosotros, era uno de nosotros’”.
Como transmitía Rhys Williams en el obituario de su gran amigo, si Reed era un “verdadero americano” es porque “corría por sus venas sangre revolucionaria norteamericana”: la de Thomas Paine, Albert Parsons y Bill Haywood.

¿Y ahora, quién podrá defenderla?

El 28 de julio de 1921, Harrison fue librada luego de que la “Administración de ayuda americana” –un organismo a cargo del futuro presidente Herbert Hoover- otorgara provisiones al Estado ruso a cambio de la liberación de prisioneros.
En 1923 fue encarcelada nuevamente después de otro viaje por Asia en el que intentó cruzar a territorio ruso. Nuevamente debió recibir ayuda del gobierno estadounidense. A partir de estos vaivenes, escribió Relatos incompletos desde una prisión rusa (1923), Oso rojo y dragón amarillo (1924) y Asia renacida (1928).
El mayor interés de Marguerite Harrison era, por supuesto, el derrocamiento del poder soviético. Es para ello que recababa información tanto para el Estado norteamericano como para el público en general. De todas formas, disentía con la línea oficial para llevar adelante esta causa común: es decir, la intervención y el bloqueo. La periodista alertaba que “una mayoría silenciosa” de Rusia -que hacía funcionar las escuelas, los hospitales, el ejército, los ministerios y las fábricas- se oponía a la intervención extranjera y que, frente a ella, defenderían al Partido Comunista.
La espía murió en 1967. Sus elaboraciones relejaron un debate que, durante décadas, le quitaría el sueño a la burguesía imperialista: cómo frenar la influencia de esa revolución que había estremecido al mundo.

Jazmín Ortiz

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