martes, junio 30, 2015

Desigualdad, crisis y utopía reformista



Con motivo de la presentación del “El debate Piketty”, una compilación de artículos de distintos autores -Harvey, Roberts, Krugman, Galbraith, Astarita y un artículo de mi autoría, entre otros- sobre el ya afamado El Capital en el Siglo XXI, fui invitada a debatir el miércoles pasado en Rosario en la sede de COAD, junto al sociólogo Matías Ezquenazi (compilador del libro con Mario Hernández) y al economista Lavih Abraham, integrante de Ciudad Futura. Aprovecho la columna de hoy para exponer algunos puntos centrales de mi intervención y presentar primeras conclusiones.

Si bien no cabe duda alguna de que Piketty no es marxista –cosa que, por si hiciera falta, se ocupó de aclarar una y mil veces-, muchas de sus conclusiones implícitas -no deseadas-, contribuyen al fortalecimiento del marxismo. Piketty es conciente de ello y por eso aprovecha el carácter de “mejor vendido” de su libro, para desarrollar una crítica burda a una teoría que sin prurito alguno, afirma no haber leído.

Bernstein, Fukuyama y la guerra

En primer lugar hay que resaltar que los motivos por los que el libro de Piketty “El Capital en el Siglo XXI” y su verificación del capitalismo como una máquina productora de desigualdades se transformó rápidamente en Best Seller luego de su publicación en inglés en 2014, no son ingenuos ni casuales. El fin del boom del crédito que se produjo a partir de la crisis del 2008, dejó mucho más expuestas las consecuencias de la ofensiva neoliberal de las décadas pasadas. La clase media de los principales países centrales y en especial la norteamericana, se encuentra amenazada como tal y esto constituye un problema político y económico a la vez. Político porque representa una base fundamental para la estabilidad de los gobiernos imperialistas, económico porque se reduce la capacidad de consumo de un amplio sector social. Es en este contexto preciso en el que el libro de Piketty aparece como una especie de “antifukuyama”. Un libro que adquiere gran éxito mundial comprobando y alertando que no sólo las clases, las ideologías y la historia, existen, sino que el bajo crecimiento económico actual estaría recreando condiciones similares a las de fines de siglo XIX, principios del siglo XX, esto es del momento de mayor desigualdad en la historia del capitalismo. Recordemos que hacia principios de los ’90, Francis Fukuyama pronosticaba la hegemonía absoluta del capital, el fin de las guerras, las revoluciones y un mundo en el que los hombres saciarían sus necesidades mediante la actividad económica.
En segundo lugar, Piketty tiene el mérito de señalar que la desigualdad -y no precisamente la convergencia-, constituye la norma del modo de producción capitalista a través de toda su historia. Con esta afirmación, basada en una nutrida investigación empírica, otorga sin quererlo la razón a Rosa Luxemburgo a más de cien años del famoso debate con Bernstein al interior de la Socialdemocracia alemana. Recordemos que contra las tesis del marxismo, Bernstein sostenía que el capitalismo avanzaba hacia una mayor distribución de la propiedad y la disminución de las contradicciones sociales.
En tercer lugar –un aspecto olvidado en la mayoría de las reseñas escritas-, Piketty afirma que si durante los últimos aproximadamente 200 años, el 50% más pobre de la sociedad jamás obtuvo más del 5% del patrimonio, una muy leve tendencia a la convergencia se produjo como clara excepción por una sola vez en la historia del capitalismo. Justamente en la Segunda Posguerra Mundial emerge lo que Piketty denomina una “clase media patrimonial”. Esto es que el 40% del medio que se encuentra entre el 10% más rico y el 50% más pobre, logró acceder fundamentalmente a su propia vivienda. Esta tendencia débil fue el subproducto, como afirma Piketty, de dos guerras mundiales, la crisis de los años ’30 y el triunfo de la revolución rusa de 1917. Como consecuencia de la destrucción directa de bienes de capital, de shocks presupuestarios y políticos, de los bajos precios de los activos verificados en la segunda guerra, los patrimonios –que Piketty iguala a los capitales- disminuyeron abruptamente. A partir de un bajo nivel de capital acumulado, se inicia la reconstrucción y la economía y la población crecen a niveles excepcionalmente altos. En este marco y en el contexto de la convulsiva situación social de posguerra, las nacionalizaciones de empresas en Europa y la instauración de niveles impositivos progresivos –siempre según Piketty- habilitan un proceso de disminución de la desigualdad. Pero la reconstrucción se produce a alta velocidad y hacia 1979/80, el crecimiento económico disminuye y la estructura impositiva se vuelve cada vez más regresiva. Gran parte de las rebajas impositivas –en particular en Estados Unidos- van a engrosar los “salarios” de las castas gerenciales contribuyendo a disparar el crecimiento de la desigualdad en la distribución del ingreso. Para darnos una idea, Piketty afirma que entre 1997 y 2007, el 10% más rico de la sociedad norteamericana se llevó las tres cuartas partes del crecimiento del ingreso con lo cual el 90% se benefició de sólo un tercio de ese incremento. En 2008 comenzaba la crisis económica mundial más profunda que se tenga memoria desde la crisis de los años ’30. A decir verdad el último aspecto es el más interesante por cuanto guarda una estrecha relación con la situación actual de la economía y sus posibles derivaciones.

De Piketty a Larry Summers

De hecho los pronósticos de Piketty tienen sólidos puntos de contacto con la tesis de estancamiento secular de Larry Summers. El crecimiento actual cercano al 2,25% promedio en los países centrales es débil con respecto al ya mermado 3,25% de las últimas dos décadas previas a la crisis, al que Summers denomina de la “Gran Moderación”. Hay que tener en cuenta además que este valor resulta estrechamente dependiente de las históricamente bajas tasas de interés, un recurso al que será difícil volver a echar mano. El atenuado crecimiento de la inversión y la productividad –muy por debajo de la media de los últimos 20 años y en proceso de desaceleración- se impone como un problema serio, de largo plazo, para los representantes más importantes de la teoría económica oficial. Incluso China que particularmente desde el 2001 resultó una gran fuente de atracción de capitales, hoy sufre las consecuencias de la saturación en su terreno y está convirtiéndose en un nuevo competidor por los espacios mundiales para la acumulación. Estos aspectos son sintomáticos de la escasa capacidad del capital para su reproducción ampliada, cuestión que retorna al pronóstico de Piketty respecto de un bajo crecimiento en el período próximo como causa de una exacerbación de las desigualdades. Una de las preocupaciones más agudas de economistas como Summers, Krugman, Gordon, entre otros -que influencian el pensamiento del propio FMI- están asociadas a la insuficiencia de la “demanda efectiva” –demanda para consumo y demanda para inversión-, que pueda garantizar un nivel de crecimiento, al menos aceptable, en el período próximo. De hecho Summers -coincidiendo tácitamente con el razonamiento histórico de Piketty-, señala que no imagina –al igual que Krugman- qué otro tipo de acontecimiento, salvo una guerra, podría estimular el gasto de inversión y de consumo, en el grado necesario en Estados Unidos. Por ahora, ninguno de estos autores promueve una guerra sino sólo medidas tibias –como impuestos, mayor gasto estatal, etc.- a las que ellos mismos consideran impotentes. Aún el New Deal en Estados Unidos en 1933, que no se caracterizó por la tibieza sino que fue una apuesta en gran escala, resultó insuficiente para estimular los niveles necesarios de acumulación del capital. Recién el gasto para la guerra en 1939 habilitó un verdadero mercado de producción de valor y resolvió definitivamente el problema de la desocupación. Luego, la propia guerra actuó destruyendo capitales en gran escala cuestión que permitió, como observa Piketty, el gran impulso económico del período siguiente. Por supuesto, la reducción de la desigualdad que le siguió, no fue “automática”. En momentos de profunda convulsión social y de grandes traiciones a los procesos revolucionarios de posguerra, la reducción de la desigualdad resultó del “gran pacto” que en condiciones estructurales ideales forjadas por la destrucción, el capital se vio obligado a aceptar para garantizar su propia supervivencia.

Reabrir la polémica

Las guerras y la crisis del ‘30 primero, la absorción de China y Europa del Este junto a la ofensiva neoliberal después, colocan la destrucción de lo construido y la conquista de lo perdido como condiciones necesarias de la expansión y la supervivencia capitalista. Pero la reconstrucción y la absorción vuelven a empujar al capital al límite de la contradicción. El esquema neoliberal que permitió los años de crecimiento moderado pero “aceptable” como dice Summers, encontró sus propios límites. Tanto la crisis de 2008 como las condiciones actuales de la recuperación, los ponen de manifiesto. Las alarmas del capital suenan y en el horizonte se dibuja la necesidad de conquistar nuevos espacios para la acumulación. Los escenarios y las vías de conquista pueden ser múltiples. Evidentemente la configuración del capital se modificó durante las últimas décadas pero su ADN es el mismo. La perspectiva estratégica de destrucción podrá asumir la forma de nuevas catástrofes como la del ’30, de nuevos conflictos armados, de nuevos estallidos financieros, de estancamiento prolongado, de variantes similares a la ofensiva neoliberal, o de una combinación de estos escenarios. En definitiva la línea divisoria entre reformismo y marxismo es si ante estas condiciones estructurales es admisible imaginar un escenario reformista de largo plazo o si ese anhelo amenaza transformarse en una nueva trampa que impondrá al movimiento obrero y a las masas pobres nuevos sufrimientos e infinitas penurias. El riesgo no consiste en sostener, por supuesto, que el desarrollo de la lucha de clases podrá conseguir nuevas conquistas. El peligro es creer que puedan conseguirse, a largo plazo, bajo el modo de producción capitalista. Syriza, Podemos y los gobiernos posneoliberales de América Latina han trabajado y trabajan para amilanar al movimiento de masas postulándose como los redentores del capital. Su acción es perversa porque lejos de “empoderarlas”, militan para que dejen de confiar en sus propias fuerzas. Actuar sobre el terreno para ayudar a que el movimiento obrero y las masas pobres confíen en el poder de su autoorganización, ayudarlo a prepararse para las luchas decisivas que vendrán –incluso a sabiendas de que enfrentaremos probablemente nuevas experiencias reformistas que serán efímeras- es la tarea que los revolucionarios consideramos que tenemos planteada en el período próximo. Esta es la gran polémica estratégica que está planteado reabrir en gran escala con toda la izquierda que ve una salida en el reformismo.

Paula Bach

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