viernes, mayo 15, 2015

¿Quién mató a Bin Laden?



Madrugada del 2 de mayo de 2011. Sala de situación de la Casa Blanca. Obama con un look “casual”. La entonces Secretaria de Estado, Hillary Clinton, con una expresión de estupor se tapa la boca. Los acompañan varios funcionarios y jefes militares. Todos observan absortos ¿una pantalla? que permanece fuera del campo visual. Esta fue la postal oficial del asesinato de Osama Bin Laden durante cuatro años. Sin embargo, el periodista Seymour Hersh acaba de confirmar la sospecha de que la cacería del exjefe de Al Qaeda estaba demasiado guionada para ser cierta.

En un extenso artículo publicado en la London Review of Books, el prestigioso periodista S. Hersh, el mismo que reveló la matanza de My Lai en Vietnam en 1969 y las torturas en la prisión de Abu Ghraib en Irak, deconstruyó la historia oficial de la Casa Blanca sobre el asesinato de Bin Laden. Un relato fantástico que, según sus palabras, podría haber surgido de la pluma de Lewis Carroll.
Aunque no dio lugar a una genialidad como Alicia en el país de las maravillas, esta supuesta “misión épica” fue ficcionada en la película Zero Dark Thirty -La noche más oscura como se conoció en las salas locales- que como sabrá quien la haya visto, conduce tendenciosamente al espectador hacia la conclusión lógica de que la tortura es un método válido para conseguir información y así poder proteger a los ciudadanos inocentes de la amenaza terrorista. Esta es una cuestión de estado.
Como se conoció a través de la investigación de una comisión especial del Senado, la CIA empleó métodos brutales de tortura y utilizó cárceles clandestinas en nombre de la “guerra contra el terrorismo”.
Algunas de los descubrimientos importantes a los que llegó Hersh con su investigación son los siguientes:
Bin Laden no estaba oculto en el modesto complejo de Abbottabad, sin conocimiento de los servicios secretos pakistaníes (ISI), sino que en realidad estaba bajo arresto domiciliario, bajo custodia del ejército desde al menos 2006.
Esto explica que su supuesto escondite estuviera casi enfrente de la Academia Militar y a pocos kilómetros de una importante instalación de los servicios secretos.
Durante su cautiverio, Arabia Saudita aportaba a Pakistán los fondos para mantenerlo a él y a su familia numerosa. Es decir, dos de los aliados de Estados Unidos en la guerra contra el terrorismo tenían como rehén a Bin Laden por motivos distintos. Arabia Saudita para evitar que el jefe de Al Qaeda en aprietos pudiera revelar las relaciones entre la monarquía saudita y los atentados contra las Torres Gemelas de 2001. Pakistán para tener una carta de negociación y entregarlo cuando fuera conveniente.
El equipo especial de los Navy Seals entró al complejo de Abbottabad sin encontrar ninguna resistencia. No hubo intercambio de disparos. No se volaron puertas blindadas con explosivos. Los soldados norteamericanos fueron directo al dormitorio de Bin Laden, ubicado en el tercer piso de la vivienda y lo ejecutaron. Tenían la información certera de que el hombre más buscado desde 2001 estaba muy enfermo y que no iba a poder defenderse.
El cuerpo de Bin Laden no fue arrojado al mar luego de recibir el tratamiento ritual que prescribe el islam para los muertos, sino que fue seccionado y sus restos esparcidos desde un helicóptero por las montañas de Hindú Kush, en la zona fronteriza entre Afganistán y Pakistán.
Por último, pero no menos importante, no fue la tortura sino el dinero lo que condujo a la ubicación exacta de Bin Laden. El gobierno norteamericano no llegó a él por medio de los “interrogatorios reforzados” de la CIA sino por un ex agente del servicio secreto pakistaní que fue a la embajada norteamericana en Islamabad y vendió el dato por la módica suma de U$ 25 millones, el precio que le había puesto Estados Unidos a la cabeza del jefe de Al Qaeda luego de los atentados del 11 de septiembre.
Rápidamente, las grandes corporaciones mediáticas salieron a atacar en regla a Hersh. Peter Bergen, analista de seguridad nacional de la CNN, lo acusó de basar su investigación en “fuentes anónimas” – a excepción de Assad Durrani, exjefe del ISI en la década de 1990- y calificó su investigación como “un fárrago de sinsentidos” reñido por una “multitud de relatos de testigos oculares, hechos inconvenientes y el simple sentido común”. Pero Bergen solo tiene para ofrecer como pruebas irrefutables las declaraciones de uno de los Seals, que se atribuyó la autoría de la ejecución de Bin Laden. Lo demás son especulaciones suyas sobre por qué Estados Unidos mantendría oculto el hecho de que Pakistán supiera el paradero del jefe de Al Qaeda o que Arabia Saudita lo financiara. Muy poco para hacer pasar por buenas las manipulaciones estatales para justificar guerras, torturas y asesinatos. Como dice Hersh al final de su nota, en la que pide que Obama y los responsable de la CIA sean llevados a juicio “las mentiras de alto nivel siguen siendo el modus operandi de la política norteamericana, junto con las prisiones secretas, los ataques con drones, las operaciones nocturnas de las fuerzas especiales, pasar por alto la cadena de mando y separar a los que pueden decir no”.
Un elemento adicional que cubre de sospechas al relato oficial es la muerte de casi todos los integrantes del equipo de los Navy Seals que intervino en la ejecución de Bin Laden, difícilmente obra de la casualidad.
Con la eliminación de Bin Laden, Obama, que todavía estaba en su primer mandato, pensaba avanzar en resolver la “guerra contra el terrorismo” y cubrir de legitimidad las acciones criminales del estado imperialista norteamericano. Pero visto desde ahora, este hecho pasó casi sin pena ni gloria. El fin de Bin Laden no implicó el fin del islamismo radical ni desalentó a los enemigos de la potencia del norte. Estados Unidos enfrenta ahora al Estado Islámico, conocido como ISIS, un desprendimiento de Al Qaeda que plantea un desafío de otra naturaleza: ya no se trata de una red dispersa con líderes fantasmagóricos, sino de un ejército que ocupa un territorio entre Irak y Siria del tamaño de Gran Bretaña o Bélgica, que recluta combatientes en todo el mundo, incluyendo países europeos, y que no se puede combatir con los mismos métodos acumulados en el combate contra Al Qaeda.
Lo más importante, el ISIS no es producto de la prédica de un líder –de hecho el “califa” Al Baghdadi que lo encabezaba, aparentemente murió en uno de los ataques norteamericanos. Surge y se reproduce con las condiciones materiales creadas por las ocupaciones imperialistas de Irak y Afganistán, por el recrudecimiento de la guerra entre shiítas y sunitas y por las rivalidades entre las potencias regionales que se disputan la hegemonía del mundo islámico.
El Medio Oriente es lo más parecido a un polvorín. El cambio de estrategia Estados Unidos hacia restablecer relaciones con Irán, simbolizado en el acuerdo nuclear con régimen de Teherán, está produciendo un cimbronazo, tensionando las alianzas tradicionales y alterando el equilibrio de las últimas décadas. No es solo el presidente israelí Benjamin Netanyahu que desde una posición de extrema derecha se opone a la política “diplomática” de Obama. Solo dos de los seis líderes de los países agrupados en el Concejo de Cooperación del Golfo asistirán a la cumbre con Obama. Uno de los que desertó es nada menos que el rey Salman de Arabia Saudita que enviará ministros en su representación. El Secretario de Estado, John Kerry buscará persuadir a Rusia de que colabore con encontrar una salida para la guerra civil en Siria. Mientras Libia está a punto de desmembrarse y en Yemen se enfrenta una alianza sunita dirigida por la monarquía saudita con las milicias hutíes aliadas con Irán.
En este marco, lo que menos necesita Estados Unidos es que se ponga en cuestión uno de los pocos éxitos que puede exhibir. Pero parece que poco puede hacer para detener la irresistible credibilidad que tienen los que denuncian la política imperialista.

Claudia Cinatti

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