domingo, diciembre 14, 2014

No podemos respirar



“No puedo respirar” se escucha, se grita, se escribe en las calles de Nueva York y otras ciudades. Fueron las últimas palabras de Eric Garner, afroestadounidense, antes de morir en las manos –literalmente, con una llave aplicada por un policía que lo ahorcó– de las autoridades.

Esta consigna se combina con manos arriba, no disparen, vidas negras valen, Eric Garner, Michael Brown/ Shut it down (clausuren todo), y dejen de matarnos, lemas que brotan no sólo por las muertes y los abusos de las autoridades contra minorías, sobre todo contra hombres y jóvenes afroestadounidenses desarmados, sino también por la impunidad que prevalece en casi todos los casos.
La ola de protestas en decenas de ciudades con miles de participantes (que se saldan con cientos de arrestos) es un coro creciente de indignación contra el abuso de las autoridades contra las minorías tanto a manos de la policía como del sistema judicial.
Casi dos veces cada semana un policía blanco mata a una persona negra en Estados Unidos, según reporta USA Today con base en datos oficiales de la FBI. No se sabe cuántos de estos homicidios cometidos por policías fueron justificables –no hay datos precisos sobre cuánta gente mata la policía en Estados Unidos–, pero sí se sabe que en los casos donde todo indica un homicidio no justificable, la impunidad impera.

El problema no es nada nuevo, pero el movimiento que se ha detonado sí.

Ya no se trata de una demanda de una sola comunidad minoritaria o un sector racial, sino que las marchas, acciones de desobediencia civil, vigilias y manifestaciones ahora son multirraciales y multigeneracionales. En las calles de Nueva York, como en otras de las principales ciudades, jóvenes afroestadunidenses y anglosajones marchan juntos, con veteranos de la lucha por los derechos civiles de hace medio siglo, junto con veteranos de movimientos tan recientes como Ocupa Wall Street. Sindicalistas, religiosos y activistas comunitarios marchan juntos con jóvenes de preparatorias que se suman a su primera experiencia en participar en un acto político.
El jueves pasado dos contingentes de miles de personas marcharon en dos rutas, una para ocupar el Puente de Brooklyn, otra que se dirigió en medio del tráfico de la arteria central de Broadway, avanzando entre los claxonazos, todos en apoyo, de los vehículos congelados por la movilización, con mantas y pancartas, algunas en español y hasta unas cuantas en hebreo, y que al pasar por una esquina de Chinatown, a la altura de Canal, fue bienvenida por varios chinos que levantaron el puño en apoyo.
En estos días, contingentes de manifestantes se han acostado en el piso principal de Macy’s, de la tienda de Apple en la Quinta Avenida y varias veces en la terminal Gran Central. Del mismo modo, se han realizado actos de protesta dentro de preparatorias públicas, como Harvest Collegiate en Nueva York, así como en las universidades. Estas escenas se repiten en otras grandes ciudades y pueblos a lo largo del país.
Algunos dicen que este es el nacimiento del nuevo movimiento de derechos civiles, justo 50 años después de que se festejan algunos de los principales logros del primero, pero con diferencias notables. Señalan que no es sólo protesta contra abusos, sino una afirmación de derechos humanos fundamentales. Por otro lado, el uso de las redes sociales, donde información, imágenes y sonidos son compartidos desde una esquina de ira en alguna parte del país a todos los demás, permite un diálogo constante que por un lado es una narrativa colectiva en vivo de estas expresiones, aunque a veces se vuelve sólo una cacofonía de ira compartida.
Otra característica llama la atención: no hay líderes, por ahora. Claro que hay viejas organizaciones que participan, pero no hay líderes políticos o religiosos en la conducción de estas expresiones.
“La difusión viral de las manifestaciones –y la amplia gama de estadounidenses que organiza y participa en ellas– demuestra que lo que en algún momento se percibía como un tema afroestadounidense está en camino de percibirse como un problema central estadounidense”, afirma un editorial del New York Times. Señala que “la pregunta del momento es si el liderazgo político del país tiene la voluntad de frenar las prácticas policiacas abusivas y discriminatorias…”
El presidente, legisladores, alcaldes y jefes de policía prometen cambios, reconocen que se tiene que reparar la falta de confianza entre comunidades de color y la policía, proponen capacitación de policías y más investigaciones. Los manifestantes parecen estar poco convencidos y las protestas, por ahora, no cesan porque lo que denuncian tampoco se arregla.
Este fin de semana se realizó el funeral de Akai Gurley, afroestadounidense de 28 años muerto a manos de un policía el mes pasado en un complejo de vivienda pública en Brooklyn en lo que las autoridades afirman que fue un accidente. Es un nombre más en la lista de homicidios recientes: Garner, Michael Brown en Ferguson, el niño de 12 años en Cleveland, el hombre que llegaba a casa con la cena para su familia en Phoenix la semana pasada. No es nada nuevo: en la memoria colectiva están casos como el de Amadou Diallo, ultimado a la entrada de un edificio por policías que dispararon 41 veces (motivo de la canción de Bruce Springsteen American Skin-41 Shots) en 1999 y Patrick Dorismond en 2000, otro negro desarmado, entre cientos más.
Pero el dolor de las familias y de las comunidades de color se está volviendo, por fin, dolor compartido, y eso se ha traducido en ira colectiva; el mensaje se transforma de no puedo respirar en no podemos respirar.
Algunos aquí recuerdan que Frantz Fanon dijo, en referencia a pueblos oprimidos que se levantan: nos rebelamos simplemente porque, por muchas razones, ya no podemos respirar.

David Brooks

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