domingo, octubre 13, 2013

Un comunista, un anarquista y Lampedusa como paisaje de fondo



En Italia, el fascismo fue derrotado, Mussolini no murió en la cama, pero el fascismo sigue vivo, es considerado más respetable que el “comunismo”. En Italia, murió el cine, y también parecen muertos los valores de la izquierda. Baste decir: Lampedusa.
En un lejano acto sobre la memoria histórica, situado en el marco del Foro Social celebrado en la Universidad de Barcelona, a José Mª Pedreño, uno de los portavoces de la “memoria histórica”, le sorprendió la existencia de “Altra Italia”, representante de un cierto “exilio italiano” actual. Uno de los ponentes se preguntó, cómo era posible que el país donde los partisanos habían derrocados a Mussolini, donde estos ajustaron las cuentas con el dictador y con al menos unos quince mil de sus sicarios, donde se habían producido monumentos a la memoria popular como Novecento, resultaba que muchos se exiliaban -¡aquí¡-, porque querían respirar un aire más libre.
Sí ahora pudiéramos escuchar la ponencia del amigo italiano, seguramente podríamos comprender la infamia racista y social que pone en evidencia la tragedia de Lampedusa, y con ello, preguntarnos sobre cómo el fascismo había regresado como parte de la “normalidad democrática” y de la mano de Berlusconi, y cómo toda la izquierda institucional, lo que antaño había sido el PCI, se muestra podrida hasta la médula.
Quiera que no, todo esto nos viene a la mente al registrar estos días, la muerte de dos nombres claves del cine italiano de los tiempos de Visconti, Fellini, Pasolini, etc., pero también de otros autores, sin duda más llanos e irregulares como Luigi Comencini, Dino Risi, Mario Monicelli, quien por cierto, se suicidó tirándose por un balcón, como finalmente lo ha hecho, Carlo Lizzani. La muerte de éste ha coincidido con la de otro personaje no menos importante, aunque mucho menos conocido por el gran público, el guionista Luciano Vicenzoni. Lizzani era comunista, Vicenzoni, anarquista. Dos filiaciones que, por supuesto, apenas se mencionan en los pocos medios que han comentado la noticia. Una noticia que ha coincidido igualmente con la atrocidad de Lampedusa, una momento que pone luz sobre las miserias de nuestro tiempo, sobre una historia a la que el nuevo cine italiano ha dedicado, al menos una película, Terraferma, digna continuadora del legado abierto por Roma, città aperta.
Carlo Lizzani fue, sin lugar a dudas, el más activo militante del PCI en la cinematografía italiana hasta el final de este partido. Antes de ser guionista, actor, director, crítico e historiador, fue un partisano.
Había nacido en Roma en 1922, el año de la “marcha a Roma” del Fascio, que se impuso a un socialismo enfermo de prudencia, y a un PCI que todavía no había dejado la cuna. Interesado desde temprana edad por el cine, ingresó muy joven en el PCI en la clandestinidad, combatió en la liberación de Roma, una historia relatada para la posteridad por su amigo y cómplice, Roberto Rossellini, quizás el primer “cristiano por el socialismo”. Lizzani trabajó como guionista suyo en la desesperada Alemania año cero (1948). También escribió el guión de Arroz amargo, interpretado por Silvana Mangano y que le valió la candidatura al Oscar en 1951. Aunque en la España franquista, la silueta sinuosa de Silvana Mangano se impuso sobre cualquier otra consideración, ésta era una película notable, reivindicativa, proletaria. La dirigió un camarada tan combativo como Carlo, Giuseppe di Santis, autor de una olvidada película revolucionaria, Caccia tragica (1947).
Aunque Lizzani no se cuenta entre las “grandes”, no es menos cierto que sus películas estaban bien escritas, ya que nunca dejó de ejercer como guionista, y que mantuvo un digno nivel general. Sus inicios fueron más que notables, su opera prima, un vibrante canto a la Resistencia: Achtung! Banditi! (1951), fue rodada en sistema cooperativo, siendo Gina Lollobrigida la que pagó la mayor parte, debutando en un papel que muy diferente a los que hizo después. Con Al margíni delle metrópoli (1953) y sobre to­do un episodio (L’amore che si paga, sobre la prostitución) de la célebre película colectiva L’amore in citta (1953), junto con Antonioni, Federico Fellini, Alberto Lattuada, Carlo Lizzani, Francesco Maselli, Dino Risi, situándose entre los cineastas que intentan mantener viva la línea de Cesare Zavattini, del neorrealismo auténtico y con todas sus potencialidades.
Pero la consagración internacional le vino con Cronache di poveri amanti (1954) que le valió un premio en Cannes: adaptación de la novela de Vasco Pratolini, el más cinematográfico de todos los grandes novelistas italianos de la “dopoguerra”, y que evocaba con fuerza la resistencia obrera ante la atmósfera de violencia y de terror de la Italia fascista en la Florencia de los años treinta. Se mantuvo fiel al recuer­do de esta trágica época en El jorobado de Roma (II gobbo, 1960), o cómo un resistente se convertía en un gángster de tipo anarquista y se convertía en una pesadilla para las autoridades. En la misma línea se sitúa Il processo di Roma (1961) que informa sobre la deportación de judíos de Ro­ma con un tono documental que se vive como un policíaco. Lizzani persiste en la fórmula con otra entrega histórica, El proceso de Verona (II processo di Verona, 1963), sobre la ejecución de Ciano por "traidor" por los mussolinianos irreductibles; otra cosa es ya Mussolini, último acto (Mussolini, ultimo atto, 1974), una producción internacional (con Rod Steiger como un Mussolini desmadrado), que marca su decadencia.
Desde hacía tiempo que tuvo que optar por un cine más comercial, con títulos como Bandidos en Milán (Banditi a Milano, 1968), Turín negro (Torino nero, 1972). Después trató el tema del terrorismo político de derechas con San Babila ore 20: un delitto inutile (1976). Volvió a la inspiración de sus comienzos con un serial televisivo Fontamara (1979), adaptación de la impresionante novela de Ignazio Silone sobre los primeros años del fascismo a través del retrato de un campesino que su toma de conciencia conduce a una ejemplar y vana tentativa de resistencia. La serie se emitió aquí a principios de los años ochenta, pero actualmente, la única versión asequible es la italiana. Lizzani fue uno de los autores de L’addio a Enrico Berlinguer (1984), un documental que ya es una pieza de museo. Berlinguer fue el último líder del PCI que creyó –honestamente según contaba Livio Maitan que era vecino y amigo suyo-, en aquello de que luchar y gobernar que hablaba Miguel Romero en un artículo reciente en VIENTO SUR. Vista la tragedia de Lampedusa, resulta más que evidente que el gobernar se ha comido el luchar y no ha dejado ni los huesos.
De 1979 a 1982, fue el director de la Mostra de Venecia, un capítulo aparte. Pero lo que es menos sabido es que fue el primer autor de // cinema italiano (1953), un estudio pionero citado por todos los demás historiadores, por ejemplo, Pierre Leprohom, lo cita constantemente en su obra El cine italiano (ERA, México, 1971).
Al contrario que Lizzani, el guionista Luciano Vincenzoni, no aparece en las enciclopedias, incluso el Wikipedia apenas si dice cuatro cosas banales, en tanto que la prensa se ha limitado a señalar sus aportes al eurowestern, en particular su colaboración en la “trilogía del dólar” con Sergio Leone. A diferencia de Lizzani, Vicenzoni era anarquista, hijo de anarquistas y “culpable” en no poca medida, de la notable presencia de personajes y temas anarquistas en el cine italiano.
Sin embargo, su contribución al cine italiano está a la altura de los guionistas más grandes de su país, de autores como Suso Cecchi D´Amico.
Vincenzoni dio los primeros pasos en el cine de la mano del genio de Aldo Fabrizi (un tipo reaccionario que fue el capellán antifascista de Roma, città aperta), que supo reconocer su escritura aguda, popular e inteligente en Hanno rubato un tram (Robaron un tranvía, 1954). Pero sus mayores logros los obtuvo con el maestro Monicelli, con el que además, le unía una complicidad crítica propia de una izquierda de otros tiempos, de antes, de antes, como repite Héctor Alterio en Caballos salvajes. Para Monicelli, Vincenzoni escribió La gran guerra (1959), aguda y demoledora denuncia antibelicista y antimilitarista con Alberto Sordi y Vittorio Gassman (y el gran Folco Lulli) en estado de gracia, sobre todo el segundo, un auténtico pícaro, cobarde y taimado que, sin embargo, alberga un alma de anarquista, admirador y lector de Malatesta.
Escritor inagotable, el nombre de Vincenzoni aparece en toda clase de películas italianas y coproducciones de los sesenta-setenta, al lado de los mejores títulos de Pietro Germi, como Divorcio a la italiana y Seducida y abandonada, o en Señoras y señores (1966), un ejemplo más sobre la posibilidad de un cine que aborde la realidad más cotidiana, eso sí, para ponerla patas arriba.
Aunque su fama internacional le llegó, con el “remake” inconfeso del Yojimbo de Kurosawa, La muerte tenía un precio (1965), un guión escrito en apenas nueve días, Vincenzoni mostró su predilección por el drama social en la estela de Vasco Pratolini, trabajando al lado del irregular Mauro Bolognini. En esta colaboración sobresale Libera, amore mio (1973), deficiente pero no por ello menos apasionante alegato anarquista y feminista, con una Claudia Cardinale en su mejor registro. La película comprende importantes ribetes autobiográficos del propio Luciano. Libera es hija y compañera de un “anarquico”, ella misma lo es. Libera Valente pasa momentos terribles: la resistencia está llena de episodios delictivos. Cuando acaba la guerra, Testa aún sigue obstinado con sus ideas y no deja en paz a Libera. Las protestas de Libera no sirven de nada. Al final, Libera muere por el disparo de un asesino fascista, una historia que denuncia la componenda con la que Togliatti se atuvo al guión estaliniana de las dos etapas, la segunda se perdió por el camino. Con el gobierno de “unión nacional”, los fascistas siguieron gozando de impunidad e infiltrados en los aparatos del Estado.
Estas historias no dejan en Lampedusa, cuya huella se puede apreciar en una de esas escasas películas italianas que todavía nos llegan: Terraferma (2011), obra de Emanuele Crialese.
Es una historia propia del neorrealismo: en una pequeña isla próxima a Sicilia, cuya principal actividad había sido siempre la pesca, vive el joven Filippo con su abuelo y su madre viuda. Pero ya nadie puede sobrevivir gracias a la pesca; tampoco ellos, de manera que no tendrán más remedio que resignarse y comenzar una nueva vida. Deciden, pues, alquilar su casa a los turistas durante el verano, y terminada la estación venden la barca. Un día Filippo y su abuelo salen a pescar y se encuentran con una patera llena de inmigrantes que está a punto de naufragara…El abuelo, viejo marinero, se irá al agua a ayudar, siguiendo su ancestral código ético, una ley del mar que obliga a rescatar a cualquiera que esté en apuros.
Crialese opta por un nudo más complejo e incorpora el drama de la inmigración ilegal, planteando con tono humanista y alejado de juicios la difícil conciliación que ello supone; rescatar o no a náufragos dependiendo de su condición, procurar ayudarlos o desentenderse y delegarlo todo a un sistema deshumanizado y sabidamente injusto, renunciar a según qué principios en pos del propio beneficio…Crialese describe con vigor y acierto una situación tremenda, y nos regala una de esas buenas películas que debían de obligar al debate, a ser pasada por escuelas y toda clase de entidades.
Terraferma describe un contexto como el que ha permitido que los centenares de muertos (por abandono de auxilio), puedan acabar siendo “nacionalizados” para así “darle cristiana sepultura”, mientras que los desdichados supervivientes resultan “privatizados”, o sea objetos de multas increíbles y, por supuesto, de expulsión. Todo ello gracias a la llamada ley Bossi-Fini (dos neofascistas notorios), con la bendición de Berlusconi y la complicidad de una clase política mafiosa.
Lampedusa nos indica que no estamos tan lejos de Auschwitz. La memoria y el buen cine, deben de ayudar para que algo así no pueda ser posible nunca más.

Pepe Gutiérrez-Álvarez

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