sábado, septiembre 21, 2013

El neoliberalismo como punto de encuentro entre el PP y la izquierda no practicante



El éxito del régimen de la Transición obligó a una nueva “historia oficial” no monolítica, equidistante, “superadora”. Una historia que no podía permitir el cuestionamiento de la monarquía…
Conviene subrayar que el pacto de olvido no se dio al principio de la Transición, sino que resulta inherente a la fase felipista. Esto no impidió a Santos Juliá proclamar que “Nunca hubo olvido ni silencio”, lo que hizo con ocasión de la presentación de su libro Memoria de la guerra y el olvido (Taurus), en el que reunía los textos de un ciclo de conferencias celebradas en la Fundación Pablo Iglesias. Para Juliá: En la expresión ‘recuperar la memoria histórica’ hay un equívoco. En el año 1977 ya se localizaron algunas fosas donde habían sido enterrados diferentes fusilados por la represión franquista y en 1980 ya se hicieron públicas listas con los nombres de algunas víctimas…
Los ejemplos podrían multiplicarse, baste señalar que por entonces las revistas de historia de kiosco no tenían miedo en desentrañar los capítulos más infames o que revistas como Interviú empleaban su lado de periodismo de investigación entrando en algunos de los capítulos de los horrores de la dictadura, apuntando incluso contra Rosón, un ministro de la UCD directamente implicado en el baño de sangre que asoló Galicia en julio de de 1936. Pero los ejemplos fueron muchos, no hay más que echar un vistazo a las revistas de historia de la época, incluyendo las más conservadoras como Historia y Vida, ligada a La Vanguardia.
También hay que hacerlo del hecho de que hasta los ochenta, la lucha por la memoria había sido una de las piedras angulares para dinamitar la desacreditada “historia oficial” del franquismo. El propio PSOE había dedicado un considerable esfuerzo por recuperar su propio legado como un blasón necesario. El propio Santos Juliá hizo sus primeras contribuciones como profesional, escribiendo diversos trabajos desde el ángulo de la izquierda socialista, del caballerismo que vestía mucho en aquellos tiempos. Tanto era así que tras la mayoría electoral de 1982 algunas editoriales creyeron que era la ocasión para abarcar proyectos de recuperación más ambiciosos. No era otra cosa lo que se había dado a entender, y desde este punto de vista recuerdo que cuando los grises mataron a Germán Rodríguez en Pamplona, se planteó en la mesa unitaria de L’Hospitalet una acción para cambiar los rótulos de la Avenida Carrero Blanco por el de Germán. Entonces, el representante de las juventudes socialista proclamó con mucha seguridad que no nos preocupáramos, que cuando el PSOE ganará las elecciones, lo primero que haría sería quitar todas las referencias al franquismo de las calles. Sin embargo, no ha sido así, ni mucho menos. No hay más que ver el ejemplo de Madrid, por cuyo Ayuntamiento también pasó el PSOE. Hasta el momento, todo lo que se ha hecho para rebajar los nombres y las enseñas franquistas, se han conseguido por presión popular.
En el desarrollo (y éxito) de esta interpretación histórica hasta el momento dominante, influyeron varios factores. E el orden interno, obviamente, el “tejerazo”, cuya mayor consecuencia fue proyectar una tenebrosa advertencia sobre una población que aún lamía sus heridas de la guerra y de los años oscuros de la dictadura. En el internacional, la ola neoliberal según la cual el “socialismo ya no era la solución sino el problema”, por decirlo en síntesis de Vizcaíno Casas, en base a la cual el “comunismo” comenzó a ser homologado con el nazismo, incluso como peor si nos atenemos al famoso “libro negro”. Durante cierto tiempo, apenas si se ofreció otra narración, y las voces disidentes fueron ninguneadas. Esta lectura de la historia llegó a imponerse desde todos los órdenes, en primer lugar desde la prensa escrita y por Internet, pero también por el cine o el documental. Hubo una pugna por derribas todas las columnas del Paternón izquierdista, sin dejarse nadie atrás. Ni tan siquiera a Akenatón. Autores como François Furet o Pío Moa (curiosamente, dos antiguos estalinistas), llegaron hasta los últimos rincones, se les veía en las mesas de los políticos y de los hombre de negocio. No digamos en los cuarteles.
Es importante anotar que el retroceso que se da en el Estado español en relación a los valores democráticos y socialistas, no parece superior al que se llegó a dar en otros países, como Francia o Italia donde los valores republicanos habían sido impuestos por las armas desde la Resistencia. Estos criterios habían arraigado poderosamente en las clases populares, sin embargo, los baluartes no eran tan fuertes. Se fue dando una cambio tan radical que parecía que aquella estrofa de La Internacional, según la cuál “de pasado había que hacer tabla rasa”, se refería, exclusivamente, a la memoria popular. Por citar dos ejemplos, convertían a Sartre y a Lenin en los “malos” de la película, tarea en la que las páginas culturales de El País, se emplearon a fondo.
Será en este cuadro en el que Felipe González siguió el consejo del general Gutiérrez Mellado de que no “soliviantara” a los altos mandos del Ejército con denuncias del franquismo. La obediencia del ejecutivo felipista quedó singularmente patente el año de la OTAN, con ocasión del 50 aniversario de julio de 1936, el mismo tiempo en el que, entre otras cosas, el ministro de Defensa, Narcís Serra (por cierto, luego uno de los actuales jerifaltes de la Caixa, “compañero” poseedor de una fortuna escandalosa y actualmente imputado), prologaba un libro del Ejército escrito desde el punto de vista de los vencedores, cierto, luego se retiró, pero nada de redactar uno en criterio democrático. También sucedió que, en el curso de unas jornadas sobre la República en Valencia, el ministro de Cultura, Jorge Semprún, prohibía un cartel con la bandera tricolor firmado por Rafael Alberti. Otra ejemplo más: el acalde socialista de Granada pedía a los especialistas de un congreso sobre García Lorca que, por favor, se olvidaran de los responsables de su muerte.
Fue un tiempo en el que Felipe calificaba a Franco como meramente “autoritario” siguiendo las categorías habituales del “amigo americano”. De esta manera, la nueva “historia oficial” y el “pensamiento único” s daban la mano.
Claro que en 1986 se hicieron aportaciones oficialistas, algunas tan influyentes como el coleccionable publicado como suplemento al dominical de El País, y que será el compendio más popular y asequible de una historia de la República y la guerra, interpretada en una clave “correcta”, y con un alcance divulgativo enorme. El coleccionable dio lugar a un libro que conocería dos reediciones, ambas revisadas coincidiendo con sendos aniversarios (Taurus, 1996, 2006). Esta historia era la considerada como “correcta” por parte del PSOE, y estuvo dirigida por Edward Malefakis, catedrático de Historia Contemporánea Europea en la Universidad de Columbia (Nueva York)
Las concepciones históricas del profesor pueden homologarse como propias de la “tercera España, o sea podrían perfectamente considerarse como “centrista de izquierda”. Malefakis no se cuestiona que el enfoque sea el de la democracia liberal, y considera modélico el curso tomado por la Transición. Su línea de interpretación quedaba situada en un área identificada en lo primordial con “la tercera España”, una opción plenamente correspondiente a la política de no-intervención. Una obra así (reconocida y bien pagada), escoge con mucho cuidado a sus colaboradores. En sus páginas aparecen todos los especialistas homologados de la izquierda a la derecha de la monarquía.
Entre otros, el que fue “comisario” cultural de la UCD, Javier Tusell, el cold warrior Stanley G. Payne, el militar franquista Ramón Salas Larrazábal, responsable de una obra tan denostada como Pérdidas de la guerra (1977), hasta llegar, por la izquierda, a Ángel Viñas cuyo discurso –laboriosamente documentado- toma partido por la República, por lo que parte de su obra –más próxima a las tesis afines al PCE- fue en su momento “ninguneada” en El País.
Como es propio en la línea del diario –dejar lo fundamental bien claro, luego caben las matizaciones-, la obra acepta lecturas favorables a la República, más comprensiva con los “africanistas”, al tiempo que Malefakis enmarca la narración con un prólogo, sobre las “perspectivas históricas y teóricas”, un “balance final”, un epílogo sobre la “memoria histórica” en la busca del “justo medio”, amén de un aporte propio sobre la “revolución social” en la que, entre otras cosas, trata de justificar que la guerra fue innecesaria porque no existía ninguna amenaza real de revolución y, de haber existido, piensa que las autoridades republicanas no habrían actuado como Kerenski.
Para Malefakis hubo otras vías democráticas como las que se impusieron en Alemania, Austria, o Italia entre 1918 y 1921, pero parece desconocer que todas ellas acabaron más tarde o más temprano, claudicando ante el auge del fascismo. Finalmente, señalar que en un libro de 696 páginas se pasa de puntillas por el feminismo republicano y obrerista, sobre el colonialismo, y no “Como no podía ser menos, esta vía de apaciguamiento ha acabado reforzando la hegemonía cultural derechista que, después del impasse del final del franquismo, no ha cesado de crecer” digamos ya cualquier reflexión sobre como en la historia el pueblo armado ganó a ejércitos muy superiores.
El 50 aniversario también dejó patente, que no se trataba solamente de omitir una culpabilidad del franquismo, entre otras cosas porque, se quiera o no, dicha culpabilidad implica a la propia monarquía, y por supuesto, al ejército, por no hablar de la derecha que, tras la muerte de Franco, tuvo que dar un paso atrás –desligándose del franquismo estricto- para luego dar dos pasos adelante. El ligamen entre la propuesta más afín a la izquierda institucional con la el discurso de la derecha, que cultiva tanto el revisionismo abierto como el encubierto de autores como Stanley G. Payne o Fernando García de Gortázar y otros, lo puso el cemento del neoliberalismo.
La alternativa del entramado PSOE-PRISA era mirar hacia delante, a una nueva filosofía basada en el “enriqueceos”, y en una lectura histórica unificada tanto por la monarquía como por el anticomunismo. Y es que la misma época en que se imponía lo que Pelai Pagès llama el “revisionismo de izquierdas”, se convertía en principio de ley la ecuación comunismo=totalitarismo, según la cual todo lo relacionado con el comunismo era medido por un único rasero: el de Stalin, todo lo relacionado con la izquierdas con el ”totalitarismo” o el “populismo”.
Desde ahí a la denuncia de la utopía como un sueño que producía monstruos sólo había un paso. Desde estas almenas, el problema se daba entre una derecha que afirmaba que la revolución sustrajo el carácter democrático de la República, y una izquierda que decía que éste existió a pesar de todo. Unos y otros pasaban la esponja sobre las atrocidades perpetradas.
Pero la propia historia viva puede más que cualquier historia oficial, por muy consensuada que esta se pretenda.

Pepe Gutiérrez-Álvarez

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