viernes, agosto 02, 2013

El tesoro de la isla de Robert L. Stevenson



Daniel Bensaïd contaba con entusiasmo su tardío descubrimiento de La isla del tesoro, la novela de Stevenson, obra cumbre de las novelas sobre la piratería e impresionante descripción sobre como para crecer, la juventud debe buscar los tesoros en los mares más lejanos.
Los poco más de cuarenta y cinco años de la vida de Robert Louis Stevenson Balfour (Edimburgo, 1850-Vailima, 1896) no tuvieron apenas nada de aventureros, pero en la historia de la literatura, así como en la del cine, pocos autores han estado tan asociados al gozo de la aventura. Para el cine fue el guionista subyacente de decenas de títulos, muchos de ellos dignos de contarse entre los grandes.
Stevenson llevaba la aventura en su interior ya desde niño. Había nacido en una familia acomodada, con la particularidad de que pasó la mayor parte de su infancia enfermo, y por lo tanto ejerciendo más la imaginación que el cuerpo. En esta inclinación tuvo mucho que ver una niñera-enfermera llamada Alison Cunningham, conocida familiarmente como “Cummy”. Esta mujer influyó poderosamente en su evolución más que nadie. Y es que resultaba que la señora Cunningham era una narradora nata, y ejerció sus dones en el momento más adecuado. Su afecto y sus historias tuvieron la inmensa virtud de enriquecer la infancia de Robert con toda clase de relatos, de historias sobre los mártires presbiterianos escoceses, sin olvidar novelas victorianas baratas, las que aquí se llamaban de cordel, porque iban atadas con una cuerda, sin olvidar, claro está, las historias de la Biblia, sus salmos y un largo etcétera. Este enorme caudal imaginativo resultó ampliado por su padre, el ingeniero naval Thomas Stevenson, que fue igualmente un buen contador de historias marinas a las que la madre añadía toda clase de detalles sobre la religiosidad familiar. Todo un ambiente privilegiado que hizo que el futuro escritor se hiciese singularmente sensible a las tradiciones y al legado cultural escoceses.
Legado en el que predomina un nombre sobre otros: presbíteros, palabra derivada del griego prebysteros, anciano. Se trata de una variación nacionalista escocesa de la Reforma, más ligada a la tradición calvinista que a la anglicana de Inglaterra, y que dio unas bases a las revueltas escocesas contra los ingleses. Que Stevenson fue un patriota convencido lo demuestra el hecho de que a los 17 años la familia pagó la publicación de un panfleto escrito por el propio Robert que exaltaba la resistencia de los presbiterianos escoceses contra los opresores realistas. Aunque más tarde, mientras estudiaba Derecho en la Universidad de Edimburgo, se rebeló violentamente contra la respetabilidad presbiteriana de las clases pudientes de la ciudad. En esta época, Robert decidió finalmente contradecir los deseos de su padre y rechazó la posibilidad de seguir la profesión de ingeniero para dedicar todo su tiempo a la literatura. Para empeorar las cosas, en el año 1873, el señor Thomas descubrió algunos papeles entre los documentos de su hijo que le llevaron a pensar que éste se había convertido en un ateo, lo que provocó una agria disputa entre ambos y un enfrentamiento que les llevó a distanciarse.
Entonces, Robert abandonó los estudios de ingeniería para estudiar leyes y trabajó durante una temporada como abogado, pero cuando contaba 25 años tomó la decisión de dedicar todo su tiempo a escribir y empezó a colaborar en periódicos y revistas. Durante esta época fue un ávido lector de novelas de Daniel Defoe, Stendhal, Jonathan Swift y Henry Fielding. La lectura y la escritura se convirtieron en sus mejores compañeras desde el momento en que, a los 20 años, se le declaró una grave afección respiratoria que le acabaría amargando la vida y le obligaría a mantener largos períodos de convalecencia. Su mayor aventura, quizás, fue su relación con Fanny Vándergrift Osborne, norteamericana, mayor que él y separada de su marido, a la que siguió en 1879 cruzando el Atlántico y el continente americano en difíciles condiciones como emigrante sin medios. Un período de indigencia y enfermedad en Monterrey y San Francisco, siempre a la espera de que Fanny obtuviera el ansiado divorcio, concluyó en un matrimonio con una luna de miel consumada en una cabaña de mineros abandonada en Mount St Helena, en el Coast Range californiano.
Un agravamiento de su enfermedad en 1885 requirió que permaneciera durante dos fructíferos años en una residencia de Bournemouth, donde se hizo íntimo de Henry James. En esta época, Stevenson escribirá febrilmente su obra más conocida, The Strange Case of Dr. Jekyll and Mr. Hyde (1886), tratamiento melodramático de uno de sus temas favoritos y que aparece en sus títulos más conocidos: la ambigüedad moral del individuo. La enfermedad le obligó nuevamente a abandonar Inglaterra para marchar, primero, hacia los Estados Unidos (donde comenzó The Master of Ballantrae, 1889) y después, a llevar a cabo un largo período de navegación por los mares del Sur para establecerse por fin en Samoa, donde, habiéndole probado el clima, edificó él mismo su casa y vivió al estilo patriarcal con su esposa, madre, hijastro e hijastra. Mostró un profundo interés por los asuntos de Oceanía y escribió relaciones descriptivas e históricas de la zona. Los nativos lo llamaron Tusitala, es decir, “cuentacuentos”… Después de diversos vaivenes de la crítica, en alguno de los cuales fue considerado “meramente” un escritor para niños, las críticas modernas le muestran como una figura compleja y atormentada cuyo “optimismo vital” era una irónica aceptación de lo inevitable, y cuya preocupación por las ambigüedades morales le fue conduciendo progresivamente hacia la gran Treasure Island, que Stevenson comenzó a escribir para entretener las vacaciones de su hijastro, y casi sin querer pronto vio su obra publicada en la revista “Young Folks”, a fines de 1881. Se trata de uno de los relatos de aventuras más perfectos de la lengua inglesa. Stevenson iba alcanzando una madurez auténtica de sus dotes en el momento de su súbita y prematura muerte.
Se ha dicho muchas veces que seguramente La isla del tesoro es el mejor relato de aventuras que haya producido la literatura moderna, y a tal efecto podemos citar lo escrito por Fernando Savater, uno de sus devotos, en La infancia recuperada: “La narración más pura que conozco, la que reúne con perfección más singular lo iniciático y lo ético, las sombras de la violencia y lo macabro con el fulgor incomparable de la audacia victoriosa, el perfume de la aventura marinera –que siempre es la aventura más perfecta, la aventura absoluta- con la sutil complicidad de la primera y decisiva elección moral; en una palabra, la historia más hermosa que jamás me han contado”.
Se trata de una obra cuya influencia por lo demás en todo el género de aventuras, y en el de piratas en particular. Así nos lo confirma Amelia Casilla cuando dice: “…el pirata se mantiene como el héroe por excelencia. Al margen de los clásicos, reeditados cada temporada e incluso adaptados al cómic o en versión desplegable, las novedades editoriales sobre el género se cuentan por decenas cada temporada. Fuera del ámbito literario, el cine y hasta el circo alimentan una leyenda que no para de crecer” (Un botín para los lectores, El País, Babelia, 08-12-07). No se trata, pues, de una moda pasajera sino de un clásico en el sentido más pleno de la palabra, una novela de aprendizaje, sobre todo en la medida en que enfrenta imaginación y realidad: el niño Jim Hawkins que sueña sobre el mapa de la isla encontrado en el baúl del viejo pirata va a verse obligado a confrontar sus imaginarias esperanzas y deseos con la realidad de una lucha por su vida y sus convicciones.
El extraordinario viaje motivado por la búsqueda del tesoro lleva a Jim Hawkins al recto camino de los “correctos” principios pequeñoburgueses para los que fue educado. Eso es verdad, pero también lo es que aprendió otra cosa, a saber, que sin esfuerzo, astucia y valor es imposible lograr nada que valga la pena, es imposible alcanzar el tesoro. Lo excepcional de esta trama es que está reducida a la acción esencial, y, salvo un circunstancial cambio de narrador efectuado con genio, es aparentemente un trayecto en línea recta que, irremediablemente, atrapa al lector afortunado. Y sin embargo ¡qué calidad de sugerencias quedan en el lector! Eso es porque, ante todo, lo esencial es lo contrario a esquematismo y simpleza. Lo fundamental de Stevenson está repleto de contenidos. El esquematismo –que introducirá el cine con sus propias exigencias comerciales- reduce las cosas a su apariencia básica, por ejemplo, a ver la obra exclusivamente a través del contraste entre los dos personajes centrales. Quedarse con lo esencial y sostenerlo a pulso con tanta exigencia únicamente es privilegio de un autor de primera categoría. Stevenson consigue también quedarse con la pura fuerza dramática de un trayecto que es nada menos que la experiencia de una vida. Además, esta historia no está confiada sólo al resultado final, que importa pero menos que el trayecto. La aventura es una experiencia moral abierta, llena de contradicciones y sugerencias.
El lector, cautivado, regresa al libro para ampliar su perspectiva. Entonces descubre con extrema claridad el formidable papel de Long John Silver; no sólo porque sea la contrafigura de Jim, como lo es todavía más de los caballeros que lo contratan para trabajar de grumete, sino porque es el único personaje ambiguo entre todo el plantel de caracteres más o menos de una pieza que componen el relato. Lo que opone Stevenson al aprendizaje de Jim Hawkins —el otro personaje que no es de una pieza, pues cambia sustancialmente— es esa maligna y atractiva ambigüedad, magistralmente trazada, de Silver. Ahí está la clave de la potencia dramática del libro. Es más, de no existir John Silver, el libro habría sido uno más y nuestro querido Jim Hawkins no hubiese sacado provecho alguno de su aventura en compañía de señores formales que no se cuestionan nada. Por eso me refería antes al admirable desarrollo de la fuerza dramática contenida en la novela. El verdadero viaje de Jim comienza en cuanto aparece John Silver, entonces entramos en un terreno ambivalente, un padre que puede ser un ogro y al revés…
Como es sabido, a lo largo de su ya dilatada trayectoria, el llamado Séptimo Arte ha adaptado a Robert Louis Stevenson en cuantiosas y variadas ocasiones. La palma se la llevaría El extraño caso del Dr.Jekyll y Mr. Hyde, pero entre sus diversos libros de aventuras ninguno de ellos ha merecido la atención totalmente privilegiada suscitada por La Isla del tesoro. Se puede hablar de una relación fructífera, a pesar de las objeciones. Sobre todo en las grandes adaptaciones cuyos logros generales están fuera de toda duda, y cuya contribución a la difusión y al conocimiento popular de la novela siempre habrá que agradecer.

Pepe Gutiérrez-Álvarez

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