domingo, febrero 03, 2013

Amos y esclavos Hollywood y los “señores del Sur”



Afortunadamente, Lincoln, la ambiciosa película de Staven Spielberg, ha suscitado una reacción crítica en la que han hecho notar sus deficiencias históricas al margen de sus notables valores fílmicos y parciales. Está claro que el autor de La lista de Schlinder (en la que el dinero es el factor determinante en la liberación de un contingente de hebreos de las garras nazis), ha dado un paso adelante registrando con gran densidad dramática, la enérgica opción antiesclavista del más cinematográfico y avanzado de los presidentes norteamericanos. Era necesario anotar la relación de Lincoln con la Primera internacional y con Kart Marx, y estaría bien un buen estudio sobre la presencia de un “Cierto marxismo” en el sector más radicalizado del que fue el Partido Republicano, actualmente el partido más infame del arco político mundial, y modelo para “nuestro” PP. En una entrevista para la Sexta con motivo de su estreno aquí, Spielberg decía que los Estados Unidos tenían que cambiar desde abajo, y recordó que así se hizo la revolución de 1776, la primera. Artista –sí, artista- ambivalente, con todas sus limitaciones y contradicciones, pienso que, a pesar de las críticas justas que se han realizado a esta película enorme y necesaria, Spielberg ha dado un paso adelante en su trayectoria, y lo ha hecho en una industria que, por lo general, ha tenido a falsear la guerra contra los esclavistas.
Vicenç Navarro entre otros, han evocado esta dimensión del cine norteamericano, y él mismo citaba como ejemplo Dioses y generales (Gods and Generals, USA, 20039, de Ronald F. Maxwell, autor igualmente de Gettysburg (USA, 1996), en la que se efectúa una loanza “republicana” a los “señores del Sur”, tanto en una como en otra el mensaje es que el Sur habría “otorgado” la libertad a los esclavos por sus propios medios. Denunciar esta leyenda es una neecsidad viva por cuanto la estela del esclavismo, el dilema entre amos y señores, vuelve a cobrar una vigencia enorme gracias a la restauración conservadora liderada por una mentira integral llamada “neoliberalismo”.
Durante décadas y décadas, Hollywood ha enmarcado un retrato enaltecedor de los “caballeros del sur”, protagonistas o coprotagonistas en tantas ocasiones de algunos de los “westerns” más reputados de la historia del cine, y en los que aparecían poco menos que como caballeros del rey Arturo dispuesto a jugarse la vida por una dama o por una comunidad amenazada. Uno de estos “caballero” fue Lelie Howard en Lo que el viento se llevó, aunque no menos inolvidable fue el compuesto por John Carradine en La diligencia, sin olvidar la tranquila prestancia de Gary Cooper en Veracruz, por citar únicamente algunos ejemplos al vuelo. También sucedía que, salvo contada excepciones, la imagen de estos “caballeros” no resultada contrastada por la enojosa cuestión de la esclavitud, a lo más se les presentaba como señores amistosos y benevolentes con los criados de color. En El Álamo, Jim Bowie (Richard Widmark), concede la libertad a su esclavo negro, un regalo que, por cierto, éste se digna a rechazar porque solo debe agradecimiento a su señor, aunque la verdad histórica pasa por otra, los tejanos rechazaban las leyes antiesclavistas mexicanas. No vamos a discutir aquí si estos “caballeros” realmente existieron, y si se llegaron a parecerse (aunque fuese lejanamente) a los cinematográficos, pero de lo que no hay duda es que fueron en muchos casos verdaderas bestias, como lo fue el populacho racista. Cualquier aproximación histórica al racismo del “profundo sur”, como por ejemplo, la que ofrecía la serie Racismos, producida por la BBC, deja en evidencia lo poco que se ha sabe de la verdad, así como Hollywood mintió descaradamente, por lo menos hasta los sesenta-setenta que marcaron una inflexión en este punto con películas como La jauría humana (The Chase, USA, 1966), de arthur Penn, que se apoyaba en la adaptación que Lillian Hellman había hecho de la novela de Horton Foote, dons nombres claves en la cultura de izquierdas norteamericana..
Bastante representativa de una cierta mala conciencia es La esclava libre (Band of angels, 1957) una obra que llevó a soñar a sus productores que, por la categoría de su director, Raoul Walhs y de sus protagonistas, Clark Gable e Ivonne de Carlo, con una posible emulación de Lo que el viento se llevó, sin conseguirlo aunque la aberrante cuestión de la esclavitud está abordada desde un enfoque mucho más honesto. El tiempo no había pasado en vano, y había llegado la hora en que los esclavistas aparezcan como unos auténticos impresentables en tanto que el protagonista, Hamish Bond (Gable), fue un sórdido negrero, que ahora vive atormentado por su pasado. Por otro lado, lo más recordable de la película popularmente radica en el hecho que apunta la titulación castellana: la heredera Amanda Starr es una bella muchacha educada en una familia bien que acaba siendo vendida como una esclava más por el simple hecho de ser hija de una esclava, negra por supuesto.
Esta era la primera vez que una película de altos vuelos presentaba esta parte oculta de la historia norteamericana, y hay que pensar que el mérito radica en su base literaria, en la novela homónima de Robert Penn Warren al que el cine debe la base para una obra mayor con contenidos sociales radicales: All the King’s Men (Todos los hombres del rey, Robert Rossen, 1949), una denuncia de la capacidad de corrupción del poder con la que ganó el Premio Pulitzer. Curiosamente, la trama amorosa de La esclava libre encierra una cierta moraleja crítica. La Señorita Starr es pretendida simultáneamente por el antiguo negrero y por un convencido abolicionista (un bobalicón Rex Reason) cuyos rasgos biográficos coinciden con los de Robert Gould Shaw, el joven coronel que pasaría a la historia como el creador del 54 Regimiento de Massachusetts, constituido exclusivamente por antiguos esclavos, y cuenta para ello con la colaboración de un joven negro educado por el negrero (Sidney Poitier). Este personaje está `presentado exclusivamente por sus reacciones ante el ambivalente “amo” blanco, se debate como Starr entre dos sentimientos opuestos, el aborrecimiento --compartido por el que Bond no deja de sentir por sí mismo-- por su dependencia, y el agradecimiento por alguien que, a pesar de todo, le salvó la vida, le dio estudios y la libertad que le podía dar; cabe decir que en la historia del esclavismo no faltaron personajes con estas características, más de uno de un antiesclavista compartía el pasado de Bond. Claro que Walhs seguramente lleva demasiado lejos la paradoja, y mientras que el idealista muestra torpemente su trasfondo racista, el negrero arrepentido la conseguirá para soñar con un nuevo horizonte en el que el amor por su antigua esclava y el arrepentimiento serán la base en un futuro marcado por la victoria de Lincoln.
Lástima que ni el guión ni en esta ocasión Walhs, estuvieron a la altura de las circunstancias, lo que no implica que ésta sea una película totalmente desdeñable en la que destaca la música de Max Steiner y la fotografía de Lucien Ballard. La historia del joven coronel de 25 años, Robert Gould Shaw, un ilustrado e idealista abolicionista que se mueve en un ámbito familiar muy alto, recibió esta misión que partía de una sugerencia del liberto Frederic Douglas, esclavo e hijo a su vez de una esclava negra. Frederic se fugó en 1838 y recibió instrucción de manos de los abolicionistas, y se convirtió en uno de los símbolos del movimiento. Publicó el periódico North Star, amén de una autobiografía. Gore Vidal lo hace portavoz de las inquietudes de los negros en una animada discusión con Lincoln que se recoge casi íntegramente en Raíces de gloria una serie de televisión dirigida por Lamont Johnson, uno de los exponentes menores de la “generación de la televisión” que cuenta con una filmografía no exenta de títulos notables.
Otro gran título es Mandingo (1975) que ofrece un panorama aterrador sobre la cuestión. Aunque fue un encargo que Richard Fleischer, el autor de Los vikingos, recibió del nefasto Dino de Laurentiis, es una película excelente y en buena medida, rompedora. Adaptaba un guión basado en un novelón de Kyle Onstoff, en el que la acentuada complacencia por la violencia sádica alcanzaba una medida correspondencia con el ambiente de opresión descrito, y con el que Fleischer realizó una de sus últimas grandes obras, un alegato que se convirtió en un éxito extraordinario a pesar de que el montaje conce­bido por el autor duraba 225 minutos, que en la versión comer­cializada, quedó (en manos del productor) en 126; según el propio Fleischer en su “versión, tenía un aliento épico que no existe en la versión de dos horas. En efecto, los diferentes elementos melodramáticos tienden a acumularse de manera muy rápida, acentuando así el lado comercial del film". Con todo, la tensión dramática alcanza en esta película una inten­sidad difícil de rastrear en otras obras del director.
El escenario es una de aquellas hermosas haciendas del Sur glosadas por Margaret Mitchell, el protagonista, Hammond Maxwell (Perry King), padece una visible cojera, lo que le hace ser bastante introvertido, incluso a los ojos de las muchas esclavas negras que poseen él y su padre, el influyente Warren Maxwell (enorme James Mason), en la plantación familiar. «Lo cierto es que ando mal", le comenta Hammond a la esclava Ellen (Brenda Sykes), convertida en una de sus amantes preferidas. “Pero te comportas bien, amor", le con­testa la muchacha, que siempre preferirá a un amo compren­sivo, incluso dulce en la cama, que a uno de los muchos hombres blancos que la han poseído con asco y violencia. Aunque Hammond es, en comparación con sus amigos, mucho más sociable con los esclavos, en ningún momento se atreve a poner duda que los blancos son superi­ores a los negros, porque ha sido educado en esa creencia. Así resulta que los Maxwell no representan el sector más putrefacto de los hacendados, y sin embargo, la trama va poniendo en videncia algunas de las vejaciones que sufren los esclavos. Algunos detalles, son bastante chocante: el padre cree que durmiendo con un niño negro enrrollado a sus pies le traspasará a éste su reu­matismo.
La lectura está totalmente prohibida entre los esclavos, consideran que los que leen lo mejor es quitarles un ojo, y el el único negro de la plantación que sabe leer, Cicero, enseña a los demás, y cuando alguien es descu­bierto con un libro, el castigo resulta más brutal, porque su acto es peor al hecho de escaparse o insultar al amo. Después de azotar a sus esclavos, Mr. Warren les da un ungüento de pimienta fresca, limón y sal, que duele mucho pero limpia las heridas. El señor proclama que no tiene problemas en aparear a Mede con su hermana Pearl porque si da buenos resultados con los animales, debe dar­los también con los negros mandingos, los más codiciados. En una escena memorable, una viuda alemana mide el pene de Mede antes de comprarlo, y que lo adquiera para darse placer escandaliza de tal manera a Hammond que acaba com­prándolo él para convertirlo en un luchador. Pero Mede, a pesar de su simpleza, no deja de toma concien­cia lentamente, tras atrapar a un esclavo huido, matar a otro en un sangriento combate y convertirse en amante de Blanche. «Si matas a dos negros más, conseguirás tener la piel blanca", le reprocha un compañero. Las reglas de estas relaciones están establecidas según la siguiente regla expresada por el viejo Maxwell: las esposas blan­cas soportan bien que sus maridos tengan amantes negras, por­que así las dejan en paz. Los maridos blancos no toleran los aman­tes negros de sus mujeres, y Hamond trata de matar a Mede en un barreño de agua hirviendo, por eso, al final, cuando estalla la rebelión, la pantalla respira ansias de liberación.
Se trata pues, de un enfoque sensacionalista que, sin embargo resultado cinematográficamente asimilado, y que le permite paralelamente a Fleischer bosquejar detalles de la vida cotidiana en una arquetípica plantación de esclavos en unos Estados Unidos, una democracia guiada por la Declaración de los Derechos del Hombre en un esquema de sociedad dual que recordaría la antigua Grecia sino fuera por aquí el esclavismo no solo resulta más anacrónico, sino muchísimo más cruel e infecto. También Mandingo ofrece una visión opuesta –mucho más despiadada que la de La esclava libre-, siendo seguramente la más cruda de todas las que el cine había ofrecido hasta entonces. En Mandingo, sus caballeros intachables, son tratados como unos miserables, las mansiones de columnas griegas blancas, ocultan el horror...
En su momento, Mandingo fue un auténtico éxito de público, presumiblemente más por sus elementos eróticos y sensacionalistas que por sus virtudes cinematográficas. Tavernier-Coursodon la consideran la última película importante de Fleischer: “La perversión de las relaciones sexuales (violaciones, brutalidad, sadomasoquismo ambiental) no es más que un ejemplo de la perversión más general, de todas las relaciones humanas que la hacen inevitable, de la institucionalización de la esclavitud (baste por lo demás consultar los documentos de la época). Esta perversión y la atmósfera de corrupción general, de degradación general resultantes, aparecen notablemente expresados a través de la dirección (obsérvese, por ejemplo, el tratamiento de los interiores, esa inmensa morada de habitaciones medio vacías, siempre sumidas en la penumbra, lo que reviste una especie de valor metafórico). Las secuencias de acción y de violencia (el combate a muerte de dos esclavos brindadas como espectáculo por sus propietarios, escenas de insostenible brutalidad, la caza del hombre y el linchamiento final que, ciertamente, no puede evitar la caída en lo excesivo y grandilocuente) aparecen tratadas con un dinamismo, una amplitud de movimientos de cámara y una fuerza visual tal que les hacen difícilmente olvidables» (1995).
(Cabe anotar con interés otro título que fue la única secuela digna de mención entre las muchas derivadas del éxito de: Drum (Steve Carver, 1976). que reincide en la misma combinación de melodrama con una fuerte tensión erótica, animadas aquí por la explisiva mexicana Isela Vega en el papel de mestiza en compañía del inquietante Warren Oates (con el que formaría pareja en Quiero la cabeza de Alfredo García, de Peckipaph), y el propio “mandingo”, Ken Norton. Sin alcanzar el alto nivel del original (Carver no es Fleischer), se trata de una película bastante estimable. Otras secuelas de Mandingo formaron parte de la carnaza más “carroñera” del cine clasificado como “S”, en la misma línea de la descripción pormenorizado de los malos tratos infligidos a las esclavas y esclavos, un pretexto como lo pudieron ser las atrocidades nazis en las secuelas de Portero de noche).
Aunque se trata de un título realmente “maldito” (es casi imposible encontrar pistas suyas ni siquiera en manuales tan prolijos como el de Aguilar o en Dictionaire de Charles Ford), le corresponde a Slaves (1968) el mérito de ofrecer un análisis profundo, de clara inspiración marxista, sobre la cuestión, Se trata de un titulo «maldito» a pesar de que fue la siguiente película de Abner Biberman, catorce años después de la mítica La sal de la tierra (Salt of the Earth), posiblemente la película más reprimida por el fervor represor que ahogó a Hollywood al principio de los años cincuenta. El autor de estas líneas que vivía en París en la época del estreno de Slaves recuerda la decepción generalizada, incluso en la prensa izquierdista, de forma que a pesar del prestigio del autor y de la relevancia del tema, Slaves fue directamente de los cines de estreno al olvido, y nadie parece haberla visto desde entonces. Sin embargo, en el Tavernier-Coursodon se dice que «las cualidades y defectos» de Slaves «son justamente lo contrario que la película anterior: no es ahora el lirismo ni el tono apasionado de las palabras lo que nos emociona, sino la sutileza de las relaciones humanas y sociales. Aunque la planificación siga siendo anacrónica --lo que por otra parte refuerza el sentido de la época, de la Historia- las escenas de dos personajes muestran una excepcional madurez humana.
Nunca podremos ya olvidar este complejo personaje de negrero, hombre torturado, roído por la mala conciencia, y que se sirve de esa mala conciencia para reforzar su poder cínico y de impecable lucidez, magistralmente interpretado por Stephen Boyd. Cuando se esperaba de Biberman una «obra revolucionaria», hete aquí que nos da un estudio vertical que analiza en profundidad las relaciones de clase y de color, resaltando el aspecto económico, la fascinación amo-esclavo con una humildad y una renuncia a lo espectacular que tanto harían reír a los «listos». Sin embargo, Slaves convierte en execrable la mayor parte de las películas realizadas sobre el mismo tema y su conclusión, de implacable lógica, rechaza todo compromiso» (1995).
En otras entregas trataremos otros aspectos de la relación del cine con esta historia.

Pepe Gutiérrez-Álvarez

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