martes, julio 27, 2010

El corazón de las tinieblas: el paso de la columna de Queipo por La Puebla…


Hay un día que marca como una cuchillada un antes y un después en la vida de mi pueblo, La Puebla de Cazalla. Ese día es el 31 de julio de 1936, cuando la columna enviada desde Sevilla por Queipo de Llano “liberó” el pueblo de “las hordas rojas”…Lo que sucedió en los días, y en los años siguientes, es tan trágico y terrible que todavía perturba y estremece la memoria.
A la memoria estremecida de décadas de silencio y sometimiento, le ha sucedido la historia, y se podría decir que esta es todavía más terrible que la memoria, una memoria obviamente fragmentada, tejida por las narraciones de testigos que no pudieron ver porque los que lo pudieron ver, no pudieron contarlo. Se trata de una historia que verifica la memoria a través del trabajo de los archivos (que también fueron víctimas), y que ofrece su primera aproximación en la obra minuciosa de José Mª García Márquez cuyo rigor se hace notar ya en el título: La represión militar en la Puebla de Cazalla, 1936-1943 (1).
No habla de la guerra porque en la Puebla no hubo guerra, ni nada parecido. Abarca desde 1936 hasta 1943, aunque lo que le sigue podría dar para otro trabajo, y quizás más ya que se impuso la impunidad represiva y la prepotencia de los señores.
Aquel 31 de julio de 1936, la columna enviada por Queipo de Llano a la Puebla estaba “integrada por una compañía al completo del Tercio, una compañía de infantería del Regimiento Granada, nº 6 y un escuadrón pié a tierra del regimiento de caballería Taxdir, nº 7. Una sección de armas automáticas y dos pieza de artillería, más una sección de zapadores. Cincuenta guardias de asalto y treinta requetés, completaban la fuerza...”. No tenían que ocupar nada que pudiera recordar una resistencia militar, sino apenas unos cuantos ciudadanos armados con unas pocas escopetas.
Hasta entonces, el pueblo había conocido los llamados “días rojos”, durante el cual, el Ayuntamiento de mayoría socialista, había tratado de abordar desesperadamente una situación excepcional. Mientras que el después ha quedado desfigurado por la amplitud de las represión, por cuarenta años de dictadura y treinta más de silencio, lo que ocurrió durante esos días se ha podido conocer con detalle. La conclusión que ofrecen los datos no dejan lugar a duda: nadie de la derecha fue dañado, ningún edificio fue incendiado…Todo lo que se dijo sobre ellos fueron mentiras. Mentiras que ni ellos mismos se creyeron, de ahí que ningún periodista o investigador de la derecha tratara nunca de contar lo sucedido.
Así constaba en la memoria, pero no en el relato franquista de los hechos en los que se hablaba de poco menos que un pueblo ocupado por unas turbas con una guillotina en la plaza mayor. Así me llegó en la narración familia, sin embargo, esta narración no podía culpar solo a una parte que, además, era la vencedora, de tal manera que hablaba de los atropellos perpetrados en otros pueblos. Por supuesto, daban por buena la idea de que los “ojos” también hecho “de las suyas”, pero el único ejemplo concreto que sentí se refería a un pueblo vecino, El Arahal, donde al parecer la CNT era fuerte, se le atribuía mayor inclinación por la violencia. Decían que allí habían oído que allí arrastraron a los curas por las calles, y que les cortaron los pechos a las monjas, pero lo cierto era, que nada de eso sucedió.
Lo que sí sucedió en la Puebla puede compararse con las páginas escritas por Joseph Conrad en El corazón de las tinieblas. Aunque no existe, no puede existir, unas cifras exactas de los muertos, porque a muchos los fusilaron en otras localidades próximas, entre ellos Juan Montesinos Jiménez, concejal socialista y padre de mi tía “la Riverita”, hombre de buena posición que creía que los evangelios estaban a favor de la reforma agraria, que no ra justo que los pobres fuesen tan pobres. El número de desaparecidos fue enorme, y algunos serán localizados entre las tropas republicanas, e incluso en los campos de exterminio nazis.
Entre las víctimas hubo no pocas mujeres, siendo el caso más conocido el de Ana Lineros, embarazada y asesinada por su primer marido, Andrés Díaz Real, conocido como “el hijo de Agostino”, estando en el motivo de la separación que ana estaba enamorada de su novio anterior, que su matrimonio fue fruto de un acuerdo de los padres, y que Andrés era homosexual, algo que el mismo no soportaba; después de una parodia de juicio, Andrés no tuvo que pagar ni una multa. El libro también cita a “Encarnación Moreno Sánchez, torturada y procesada al término de la guerra”. Mis abuelos contaban el horror de las mujeres peladas, y purgadas con aceite de ricinos, un espectáculo al que se animaba a la vecindad a estar presente...
La lectura de La represión…no resulta sencilla, y no solamente por los sentimientos que despierta, sino también por todo lo que ha borrado el tiempo. Normalmente, solamente los familiares más cercanos sabrían identificar buena parte de los apodos, algo que ya resulta difícil parta los más antiguos del lugar después de la emigración…
Porque esta historia nos lleva a esta otra. Como cuenta Martí Marín Corbera en su trabajo, La emigración andaluza hacia Cataluña, una historia del siglo XX (Andalucía en la historia, nº 28, abril-junio, 2010), la emigración es “una tradición forjada a partir de 1939”, ya que, mientras los jornaleros andaluces confiaron en la posibilidad de una reforma agraria, no emigraron. A este dato hay que añadirle otro: los primeros emigrantes fueron los huidos, los segundos, los familiares que no soportaban tener que agachar la cabeza ante “los del gatillo”…Esta primera y segunda emigración explica, al menos en parte, la desactivación de la memoria.
Otra cuestión es la de la continuidad de la historia social, que fue violentamente quebrada, lo que explica que tantos abuelos, tíos, padres y madres, hayan ocultado su historial militante a sus seres queridos, como una manera de salvaguardarlos, y como una manera de olvido para superar profundos estados de depresión…
Porque, como explicaba my bien Castilla del Pino, después e la guerra (y de los “años de la jambre”, que según en que lugares, fue algo todavía peor), se vivió una intensa depresión. Sobre todo en los lugares cerrados, en los que los responsables seguían siendo autoridades y/o vecinos. Según éste último, una de las frases más terribles de la interminable postguerra era aquella proverbial entre los vencedores más crueles, que cuando veían a algún superviviente, solían decir: “Pero, ¿este sigue todavía por aquí?”.
También es cierto es que algunos de los culpables, trataron luego de pasar desapercibidos, de blanquear su biografía. Una buena muestra de ello, seguramente sea que, en el caso de la Puebla, la Falange nunca tuvo arraigo más allá de los primeros tiempos. En los años cincuenta, el Jefe, el único conocido como tal, era un tal Nicasio, un personaje repulsivo que no era natural de allí. Recuerdo a este individuo tratando de convencer a los niños del colegio para hacer “guardia” ante la tumba de los “caídos por Dios y por España” con motivo de la efemérides de la muerte de José Antonio. Tengo que confesar que con diez años, fui uno de los pocos voluntarios. Debía ser medianoche cuando apareció mi padre, y al verme con la camisa azul, vino directo hacia mí y me arreó dos bofetadas, un detalle que le agradeceré mientras viva.
En uno de los anexos del libro, García Márquez cita una lista de “muertos en guerra en el ejército sublevado”. Supongo que la lista era parecida a la que figuraba en el monolito que había en la plaza de la Iglesia, y sobre los que no recuerdo haber sentido ni media palabra. Tampoco recuerdo que ninguno de ellos recibiera alguna atención, una calle por ejemplo, aunque de buen seguro que les quedó una paga. O mucho me equivoco o este grupo eran parte de los mil jóvenes –un tercio de la población-, que fueron enrolados en dicho ejército, “con estos”, como se decía antes. Dado que la Puebla tenía una mayoría electoral socialista, está claro que, como nos lo podían matar a todos, emplearon el enrolamiento como una medida de encuadramiento. Entre esos mil, estaban mi padre, y al menos tres tíos míos, amén de numerosos familiares y amigos de su promoción. De lo que escuché en casa, y en el bar de mi padre cuando se cerraba, desprendo que la guerra fue lo peor que les pudo pasar en la vida, y que su principal preocupación fue sobrevivir, pero también “no mancharse las manos de sangre”. No fueron desertores porque sabían como las gastaban, pero algunos se hicieron añicos algún dedo del pie para volver a casa.
Al cabo del tiempo, entendí que hacer figurar a mi padre y a todos ellos como “vencedores”, era un sarcasmo. Después de permanecer bastantes años en el ejército, regresaron con todo por hacer, y tuvieron que sobrevivir con trabajos duros y malparados. Papá estuvo de picapedrero, y mientras trabajaba, soñaba que se comía un kilo de pan entero. Todos quedaron escarmentados de cualquier veleidad política, pero cuando volvieron a haber elecciones, prácticamente todos ellos votaron izquierdas, por lo general al PSOE.
Está claro que aquel 31 de julio de 1936, acabó una historia social que ha está escrita por Julio Ponce Alberca en su obra, Cien años de socialismo. El PSOE en la Puebla de Cazalla. 1889-1999 (Diputación de Sevilla, 2001). Aunque el autor conecta bajo las mismas siglas más de un siglo de historia, lo sucedido antes del 31 de julio de 1936, y la actividad del PSOE después de la muerte de Franco, tiene unas características muy diferentes. Aunque este no es el lugar, lo cierto es que hay un corte generacional, pero sobre todo de contenidos.
Es cierto que en el tiempo que precede a esta fecha, en el PSOE existió una corriente moderada y posibilista. García Márquez cuenta que con ocasión de la tentativa golpista de Sanjurjo en agosto de 1932, el alcalde de entonces, Antonio Vargas Pazos, mostró “su pasividad” (p. 42). Casualmente, este hombre, viejo militante socialista, era tío de mi madre, Dolores Vargas. Sobrevivió porque se marchó a Alcalá de Guadaira, y a finales de los años cincuenta estuve unos cuantos meses ayudándole a su hijo en las tareas del bar que tenían. Aunque nunca hablaba de política, tenia la foto de un “abuelo” en el comedor, y un día me enteré escuchando tras una puerta que el tal “abuelo” era nada menos que Pablo Iglesias. Debía ser un hombre ilustrado, porque debajo de la cama tenía un par de maletas llenas de libros, todo un secreto al que accedí un día en que me quedé solo en la casa.
Sin embargo, debía de existir un sector radical, así por ejemplo, la Puebla figura entre las agrupaciones representadas por Virginia González en el primer congreso del PCE. García Márquez habla del sector “caballerista”, y al final de su vida, mi pare me ha contado que poco antes de comenzar la guerra se había afiliado a las Juventudes Socialistas Unificadas que el llamaba “comunistas”. Su vida quedó marcada cuando apenas un mes después todos sus conocidos estaban muertos o había huido. También existió una pequeña agrupación cenetista que trabajaba en el seno de la UGT. Todo indica que si bien hasta 1933, el PSOE estuvo animado por el sector moderado, en 1934 hubo una huelga general duramente reprimida, y que entre sus animadores debían de estar la UGT y las juventudes socialistas. Mis abuelos describían a los huelguistas cantando “La Joven Guardia”, que ellos reproducían como sigue: “Somos hijos de Lenin, y del régimen social, y lucha, lucharemos, por la igualdad, ¡joven guardia, joven guardia¡…”
Francisco Espinosa Maestre, en el prólogo al libro, García Márquez, enumera las dificultades que éste ha encontrado para escribir su estudio: “el lamentable estado de los archivos generales, la destrucción de la documentación municipal y las limitaciones de los registros civiles de defunciones” (p. 7), pero aún y así, su trabajo tiene el carácter de irrefutable. Esto no ha impedido de que el PP local haya protestado por su edición, torciendo el enfoque lejos de los hechos, o sea hacia las interpretaciones. Según la del PP, “resucitar” esta historia son ganas de abrir viejas heridas, como si se tratara de la reyerta entre dos vecinos, uno de izquierda y otro de derechas, y ambos a armas iguales, o al por el estilo. No es de otra manera que se ha escrito la “guerra” desde la historia oficial del régimen de la Transición.
El libro dedica un amplio capítulo a la “represión en la postguerra”, y se cierra en 1943, o sea con los años más terrible, y cuando, después de la derrota nazi en Stalingrado, el régimen comenzó a considerar que la victoria de los Aliados le podría crear problemas, lo que no fue así. De hecho, la represión siguió hasta el final, aunque, en los años setenta, comenzó a desarrollarse un nuevo movimiento obrero importante, tanto fue así que, con las libertades, las izquierdas, sobre todo el PCE (ahora a través de IU), no ha dejado de gobernar. Sin embargo, aquí también hay que establecer una línea divisoria entre un tiempo de participación desde abajo que llega hasta el 23-F, y un después, más institucional. Aunque esta es otra historia, lo cierto es que la tentativa golpista cumplió su objetivo de amedrentar al pueblo, y mucha gente que vio a Tejero por la TV, tuvo la sensación de un “deja vu”.
Una anécdota a mi juicio significativa de este pánico, lo tuve con mi familia, sobre todo con mi padre que en los años de mi clandestinidad vivió esta como un riesgo que rememoraba con lo que le había tocado vivir. Todavía, a finales de los años noventa, seguía con el miedo en el cuerpo. Lo pude comprobar cuando leyó las “galeradas” de mi libro Memorias de un bolchevique andaluz, sobre todo el apartado dedicado a la Puebla. Entre otras historias, se hablaba de la memoria del 36, y también de la actuación de algunos de los “del gatillo”.
En el libro se citaba al personaje más emblemático de estos, a Manuel Barroso Camacho, al que se le atribuía un papel destacado en la represión de los días azules, y que permaneció como cabo municipal a lo largo de la interminable postguerra, siendo para muchos como yo, el rostro brutal del franquismo. Lo que se decía sobre él concordaba con algunas de sus actuaciones, y yo lo recordaba dando “un paseo” a grupos de muchachos detenidos como “maricas”, o arrastrando a una pareja de patéticos adúlteros que se habían fugado…Lo mencionaba con su nombre y apellidos, y esto era más que suficiente para que papá, a sus ochenta y pico de años, pensará “que vendrían a por mí”. Me pidió que lo borrara, y me contó que con ocasión del 23-F, el individuo había dicho que “sí hacía falta”, volvería a hacer lo mismo”, un gesto que demostraba la falta total de arrepentimiento, pero también el sentimiento de impunidad, impunidad como la acompañó a los “milicos” que voluntariamente secundaron a Tejero, o se pasearon con los tanques por las calles de Valencia. Finalmente, ante su insistencia, cambie el nombre por el de “Sicario”.
Pero, como no podía ser menos, todo esto tenía que cambiar. Aunque la mayoría de las víctimas fallecieron, algunos de los suyos persistieron en su lucha por recuperar su dignidad, ahora pisoteada en nombre de la “estabilidad democrática”, lo cual implica un concepto de democracia bastante singular. También los historiadores como Espinosa y García Márquez estaban ampliando el horizonte con obras como la mencionada, que oponen la reconstrucción fehaciente de los hechos al juego de las interpretaciones interesadas. Al mismo tiempo estaba surgiendo otra generación, una generación que no había firmado el pacto del silencio (que ni siquiera eran eso, y muestra de ello sería, por citar un solo ejemplo, lo que siguió haciendo la Iglesia), y que se estaba configurando con otra visión de las cosas.
Esta nueva generación tendrá en el libro de García Márquez una piedra angula de conocimiento de su propia historia, la misma que está resucitando aunque no siempre se note, al igual que no se nota como crece la hierba.
Con otra perspectiva hacia atrás, pero también con otra cabía adelante.
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Pepe Gutiérrez-Álvarez -

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