domingo, marzo 21, 2010

El Lenin de Trotsky (y de André Breton)


Los escritos de Trotsky sobre Lenin fueron editados en la Rusia soviética antes de que el “Termidor” comenzara a imponer totalmente sus criterios. Al ser editado en Francia, conmovió a los surrealistas, y su recepción por parte de André Breton marcó un antes y un después en el movimiento surrealista, un texto que fue traducido por Pere Ginferrer para la edición barcelonesa de la muy comprometida Ariel de 1970 y que adjuntamos como anexo, y que seguramente será una grata sorpresa para los y las que no lo conocen. Es difícil exagerar la importancia de este breve escrito que marcó un antes y un después en el curso del surrealismo, y que llevó a la mayoría de sus componentes a comprometerse por la revolución socialista y a tomar partido contra el estalinismo cuando algo así costaba comprender a quienes confundían las Rusia soviética de los primeros años con lo que llegó a ser en los años treinta.
En castellano apareció en 1927, pero no tuvo la misma repercusión, más tarde, durante la famosa conferencia de Copenhague, Trotsky denunció la presencia de otro libro sobre Lenin publicado en España del que no era para nada responsable; el autor de estas líneas tuvo en los años sesenta un ejemplar que no pudo retener y no ha vuelto a verlo. Sería magníficamente editado por la editorial Ariel en 1970 con una traducción del militante del PCE Martín Laín, que había estado exiliado en la URSS y que lo hizo directamente del ruso.
Esta edición contenía un extenso prólogo escrito por un historiador conservador que indicaba una afinidad juvenil, y que declaraba ahora estar de nuevo de vuelta. El caso es que se nota una madurada lectura de Isaac Deutscher, y en entre sus párrafos, valen la pena registrar unos párrafos en los que dicho historiador enumera las grandes contribuciones el autor de La revolución permanente y de La revolución traicionada:
“Primero: los problemas de la revolución en sí, como tal, en cuanto fenómeno político, social, histórico. Piénsese que su interpretación de la Revolución francesa produjo —como quizá tengamos ocasión de decir— actitudes suyas trascendentales para la suerte propia y la del régimen soviético.
Segundo: las cuestiones de la interpretación del marxismo. Y no sólo las suscitadas por el propio Engels a partir del Manifiesto Comunista, y las debatidas por las grandes corrientes ortodoxas y revisionistas, sino las promovidas dentro de la socialdemocracia rusa, en la emigración y en el poder.
Tercero: los problemas del imperio ruso en formación —de «todas las Rusias»—, problemas que el zarismo se esforzaba en resolver y que el bolchevismo heredaría insoslayablemente.
Cuarto: las cuestiones de la aplicación práctica del marxismo. Era la primera vez que se realizaba tamaña experiencia, y esto hubiera bastado para la inmensa dificultad del empeño. Pero, además, se intentaba en Rusia, a la que Marx y Engels —según el testimonio del segundo— consideraron, en principio, como la más inasequible a ese empeño, como «la gran reserva antisocialista» del mundo. Trotsky volvió, lúcida y brevemente, sobre el caso, en el prefacio a la edición norteamericana de La revolución permanente.
Discurriendo como marxista, observaba que la Revolución de Octubre heredaba de la vieja Rusia, aparte las contradicciones internas del capitalismo, «contradicciones no menos profundas entre el capitalismo en Su conjunto y las formas precapitalistas de la producción». Tales contradicciones —advertía Trotsky— «se hallaban contenidas en las relaciones materiales entre la ciudad y el campo». Se heredaba y replanteaba la vieja cuestión que había enfrentado, bajo el zarismo, a eslavófilos y occidentalistas, y que sería uno de los motivos de la pugna entre la derecha y la izquierda del bolchevismo triunfante.
Además, era preciso proveer a lo no resuelto por Marx: era indudable la necesidad de la colectivización de la economía rural, pero —observaba Trotsky, en agosto de 1930— no se habían determinado ni el cómo ni el ritmo en que la dictadura del proletariado debía proceder a ella. La aplicación del marxismo a Rusia abarcaba todas las cuestiones de la instauración del régimen soviético: el Partido, el ejército, la industrialización y la colectivización de la agricultura, la ciudad y el campo, las nacionalidades que formaron el imperio, el sistema de la seguridad pública, etc.
La tragedia familiar de Trotsky no nos parece griega, sino bíblica. Advertido el juego soviético, no nos extraña, en principio, que el vencedor de Octubre acabase en el destierro. Nos explicamos también, y por la misma razón, que sus colaboradores y sus seguidores pereciesen al cabo en la contienda, como participantes en ella, esto es, como actores en un combate cuya ferocidad admitieron y practicaron. Aun así, nos estremece la manera con que la política de Trotsky alcanzó a los de su sangre”...
(Cita del prólogo firmado pro Jesús Pabón, estudiante simpatizan del Trotskysmo, antiguo diputado de la CEDA, historiador conservador, y al final de su vida un liberal que según su propia confesión, gira de nuevo a la izquierda. No hay que decir que Pabón extrae sus argumentos de la célebre trilogía sobre Trotsky…)
Esta es una hermosa obra compuesta por diversos trabajos, y que valdría la pena editar nuevamente al socaire de las nuevas reediciones de Trotsky que están apareciendo por aquí y por allá, la última, Terrorismo y comunismo que, paradójicamente, fue la primera que se publicó en castellano a principios de los años veinte y al calor de una dura controversia con Kautsky (la misma que motivó el libro de Lenin, La revolución proletaria y el renegado Kautsky), viene prologada por filósofo esloveno Slavoj Zizek quien, por cierto, daría apoyo a la candidatura del NPA pero cuyos meandros polémicos o siempre no se atrevería a secundar.
El texto de Breton sería el principio de un larga relación de éste con Trotsky, que tendría un momento culminante en la firma del Manifiesto por un arte revolucionario e independiente, de la cual hicimos una edición en El Viejo Topo con textos y aportes muy diversos.
Insisto también que los lectores y lectoras podrán encontrar una buena reconstrucción de este encuentro entre la revolución surrealista y la revolución proletaria en la minuciosa biografía que Polizzotti ha elaborado en La vida de André Breton. Revolución en la mente (2009, Turner, Madrid), tema que puede ampliar en obras como las de Ferran Aïsa en Les Avantguardes. Surrealisme i revolució (1914-1939), en su libro editado en Base, y Ángel García Pintado ya nos ofreció un cuadro convulsivo sobre sus debates políticos en su obra El cadáver del padre, que editada a principios por los ochenta por Akal, está a punto de conocer una reedición revisada y ampliada en Libros de la Frontera.

Anexo

andré bretón

LEÓN TROTSKY: «LENIN»

A juzgar por determinadas alusiones hechas desde es­tas mismas páginas y desde fuera de ellas, tal vez haya podido darse pábulo a la creencia de que todos nosotros conveníamos en sustentar una opinión no muy favorable acerca de la Revolución rusa y sus dirigentes, y de que nos absteníamos de criticarla más abiertamente no tanto por­que nos faltaran ganas de mostrarnos severos sobre este particular cuanto para no proporcionar seguridades defi­nitivas al público, siempre deseoso de habérselas mera­mente con una forma original de liberalismo intelectual, como tantas otras ya toleradas anteriormente; en primer lugar porque ello no conlleva consecuencias, al menos inmediatas, y en segundo lugar porque en rigor puede ser enfocado, con respecto a la masa, como un poder de des­congestión. Sin embargo, lo cierto es que en lo que a mí respecta me niego en redondo a que se me tenga por solidario de cualesquiera amigos míos en la medida en que ellos hayan creído que podían atacar el comunismo en nombre, por ejemplo, de cualquier principio —e inclu­so del principio, tan legítimo en apariencia, de la no aceptación del trabajo. En efecto, pienso que el comu­nismo, al existir como sistema organizado, ha sido el único medio de que se llevara a término el mayor cambio social en las condiciones de duración que le eran propias. Bueno o mediocre, defendible o no en sí mismo desde el punto de vista moral, ¿cómo podríamos olvidar que ha sido el instrumento gracias al cual han podido ser derri­badas las murallas del antiguo edificio?, ¿cómo podríamos olvidar que se ha revelado el más maravilloso vehículo de sustitución de un mundo por otro que haya existido nunca? Para nosotros, los revolucionarios, poco importa saber si el nuevo mundo es preferible al anterior, y, por lo demás, no es éste el momento de debatir tal problema. A lo sumo, importaría saber si la Revolución rusa ha ter­minado, cosa que no creo. ¿Pues qué? ¿Una revolución de tal amplitud habría de terminar tan pronto? ¿Los nue­vos valores habrían de sernos ya tan sospechosos como los antiguos? Ciertamente, no somos lo bastante escépticos como para conformarnos con esta idea. Si entre nosotros hay hombres que vacilan aún ante este temor, debe, desde luego, darse por descontado que no me opon­go a que pongan en juego, en la medida que fuere, el espí­ritu general que nos anima, y que debe orientarse ante todo hacia la realidad revolucionaria y hacernos acceder a ella por todos los medios y cueste lo que cueste.
En tales condiciones, que en buena hora Louis Aragón haga saber a Drieu La Rochelle, en una carta abierta, que nunca ha gritado «¡Viva Lenin!», pero que «puesto que se le prohibe emitir este grito, mañana lo dará a pleno pul­món». Que en buena hora también yo y cualquier otro de los nuestros opine que no basta con que esté prohibido para comportarse de este modo, y que llevaríamos dema­siado fácilmente el agua al molino de nuestros peores de­tractores, que son también los de Lenin, si les dejábamos suponer que nuestra conducta obedecía simplemente a un desafío. ¡Viva Lenin!, al contrario, precisamente porque es Lenin. Quede claro que no se trata de un grito pasajero, sino de la afirmación clara y firme de nuestro pensa­miento.
En efecto, sería enojoso que siguiéramos tomando como ejemplo humano a los franceses de la Convención y debiéramos limitarnos a revivir con exaltación aquellos dos años, por lo demás magníficos, que fueron el inicio de todo. No es un sentimiento poético, por atractivo que resulte, lo que más conviene cuando se aborda un perío­do revolucionario, por lejano que éste sea. Y mucho me temo que los rizos de Robespierre y el baño de Marat confieran un prestigio inútil a unas ideas que de otro modo no nos aparecerían tan claras. Aparte de la violencia —pues ciertamente es la violencia lo que de modo más elocuente los abona—, toda una parte de su carácter nos escapa, y debemos confiarnos a la leyenda. Pero si, como yo creo, lo que ante todo nos importa es la búsqueda de medios de insurrección, me pregunto, fuera de la emo­ción que tales figuras nos han dado imborrablemente, a qué esperamos en el terreno práctico.
No ocurre lo mismo con los revolucionarios rusos, a quienes ahora estamos empezando a conocer. Tales son, en suma, esos hombres de quienes tan a menudo se nos ha hablado mal, esos hombres a quienes se nos represen­taba como enemigos de cuanto aún puede merecernos indulgencia, como autores de no sé qué desastre utilitario mayor aún que el que presenciamos. Separados de toda maniobra política, se nos aparecen en su humanidad; se nos dirigen, no ya como ejecutores impasibles de una vo­luntad que nunca será superada, sino como hombres que han llegado a la cima de su destino, que nos hablan, y que se interrogan. Renuncio a describir nuestras impre­siones.
Trotsky recuerda a Lenin. Y es tal la serenidad que se remonta sobre tantos disturbios, que se diría que una es­pléndida tempestad se remansa. Lenin, Trotsky, la simple enunciación de estos dos nombres bastará para que mu­chos meneen la cabeza. ¿Comprenden, o no? Incluso las cabezas incomprensivas de muchos son irónicamente po­bladas por Trotsky con cotidianos accesorios de oficina: la lámpara de Lenin en la antigua Iskra, los papeles sin firmar que redactaba en primera persona, y, más tar­de,... cuanto pertenezca al olvidado curso de la historia. Y creo que nada falta, ni en perfección ni en grandeza. Ciertamente, no son los otros hombres de Estado sujetos idóneos para ser vistos desde esta óptica. Que en su co­bardía se prevenga el pueblo de Europa.
Porque la gran revelación del libro que nos ocupa es, hay que insistir en ello, que muchas de nuestras ideas más queridas, a las cuales estamos habituados a subordi­nar estrechamente el sentido moral particular que poda­mos poseer, no condicionan en absoluto nuestra actitud en lo que respecta a la significación esencial que quera­mos otorgarles. En el plano moral en el que hemos deci­dido situarnos, parece fuera de duda que un Lenin es absolutamente inatacable. Y si se me objeta que, según este libro, Lenin es un tipo y los tipos no son hombres, me limitaré a preguntar cuál de nuestros bárbaros sofistas se atreverá a sostener que pueda hacerse alguna enmien­da a las apreciaciones generales emitidas por Trotsky aquí y allá sobre los demás y sobre sí mismo; preguntaré, en suma, quién continuará detestando realmente a este hom­bre, quién será insensible a su voz.
Es preciso leer las brillantes, las justas, las definiti­vas, las magníficas páginas de refutación dedicadas a los Lenin de Gorki y Wells. Es preciso meditar largamente sobre el capítulo que trata del volumen de escritos infan­tiles dedicados a la vida y a la muerte de Lenin, notables por demás en todos los aspectos, y sobre los cuales el autor ejerce una crítica tan aguda y desesperada: «A Le­nin le gustaba pescar. En los días calurosos, tomaba su caña y se sentaba a la orilla del río, y pensaba en el modo de mejorar la vida de los obreros y de los campesinos». ¡Viva Lenin, pues! Saludo a León Trotsky, que ha sido capaz, sin la ayuda de muchas de las ilusiones que aún nos quedan y, tal vez, sin creer como nosotros en la eter­nidad, de mantener para nuestro entusiasmo esta invul­nerable consigna: «Y si tocan a rebato en Occidente —y eso ocurrirá—, puede que nos hallemos absortos en nues­tros cálculos, en nuestros balances, en la NEP, pero res­ponderemos a la llamada sin vacilación ni demora: somos revolucionarios de pies a cabeza, lo hemos sido, lo sere­mos hasta el fin».

Pepe Gutiérrez-Álvarez

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