sábado, noviembre 14, 2009

Orwell, el frente de Aragón, las listas…


En el momento en que enviaba este artículo sobre “las listas” de Orwell, del amigo Manuel Benito Moliner, acaba de publicar el libro Orwell en tierras de Aragón de la mano de Salvador Trallero responsable de Seriñena Editorial
Insistíamos la semana pasada en la constante actualidad de Orwell, lo que demuestra pro sí hacía falta, la autonomía de su legado del maldito asunto de la “guerra fría cultural”. Entonces evocamos el montaje que el actor y cineasta norteamericano, Tim Robbins, posiblemente el más radical y avanzado de la izquierda de Hollywood, ha efectuado de la parte final de 1984…Aún no me ha llegado el libro de Manuel Benito, un colega con el ya tuvimos ocasión de departir en las Jornadas que la Fundación andreu Nin organizó el año pasado en los aledaños del frente de Huesca. Benito ha dedicado mucho tiempo a la investigación de cada detalle, y además, el libro denota el esfuerzo de Salvador Trallero que hace poco ha publicado en la misma editorial las Cartas de Grossi, un testimonio directo y a “tumba abierta” de la columna poumistas, sus luchas y sus problemas.
Habrá tiempo para hablar de todo eso, pero de momento quizás valga la pena insistir en un punto muy espinoso de la apasionante biografía de Eric Blair, sin duda el mas lamentable, y el que repudiamos todos los que admiramos su obra desde la franja revolucionaria en general y poumista en particular…
Recordemos: es la fase de la redacción final de 1984, y Orwell estaba gravemente enfermo. En un momento en el que se mostraba cada vez más preocupado por la existencia de verdaderos o presuntos defensores del régimen de Stalin cuando ya había acabado la Guerra Mundial, y los aliados de ayer empezaron a rivalizar por la “tarta” de zonas de influencias en el mundo. Tal como he tratado más atrás, resulta que cuando la URSS y Gran Bretaña se aliaron durante la II Guerra mundial, el “prosovietismo” se hizo tan generalizado que abarcó hasta el partido conservador, y el propio Orwell sufrió las consecuencias. Orwell temía que éstos, a pesar del ambiente anticomunista que se respiraba, permanecieran ocultos bajo una fingida independencia política, otorgándole así al minoritario partido comunista británico (muy afectado por las deserciones causadas por el pacto nazi-soviético) una potencia que no aparentaba. Se trataba de una obsesión que estaba anulando otras preocupaciones de Orwell, y tal como detallamos en el capítulo anterior, Deutscher que lo trató por entonces observó en su relación con Orwell apunta agudamente que el escritor parecía “obsesionado por las "conspiraciones", y que su forma de razonar en política me sorprendió como si fuera una sublimación freudiana de una manía persecutoria”. A Deutscher le preocupa que por su “falta de sentido histórico y de comprensión psicológica de la vida política” de sus autor.
Fue quizás esta misma obsesión la que le llevó a Orwell en 1947 a pelearse públicamente con un parlamentario laborista de izquierdas, Konni Zilliacus, al que acusó de ser uno de los muchos “criptocomunistas” infiltrados en el Parlamento. Cuando éste negó públicamente con vehemencia la acusación, Orwell escribió en Tribune: “Lo que creo, y seguiré creyendo hasta que haya pruebas en contra, es que (Zilliacus) y otros como él llevan adelante una política apenas diferente de la del partido por cuanto son en realidad agitadores al servicio de la URSS, y que cuando los intereses británicos y soviéticos choquen, apoyarán los intereses soviéticos”. Sobre esta presunción, Orwell consideraba que otras personalidades destacadas del laborismo (de izquierda) escondían sus propósitos cuando se mostraban evasivos ante las preguntas sobre la URSS. Orwell entendía que se trataba de un ejercicio de impostura básica, y esperaba que los “estalinistas ocultos” tuvieran al menos la honestidad de proclamar abiertamente sus propósitos.
Evidentemente desde su apego a las libertades cívicas, Orwell tampoco sentía ninguna simpatía por los conservadores que querían ilegalizar la actividad política de los comunistas, sobre todo porque pensaba que esta medida era contraria a la “vieja libertad” en la que tanto creía, y que había admirado durante la guerra cuando no se detuvo a los fascistas partidarios de Oswald Mosley mientras se limitaran a defender sus ideas. Se aprecia que su esquema sobre el estalinismo era una reproducción de lo que había conocido en la guerra de España, y no entraba en diferenciar demasiado entre la situación española y la británica como tampoco lo hacía entre los burócratas que habían hecho su carrera en el partido, y la base militante que creía, o necesitaba creer que la URSS representaba una alternativa al capitalismo, y un paso adelante en la historia humana. Entre estos se contaban algunas de las mentes más avanzadas del país. No fue hasta que el XX Congreso del PCUS y la represión de la revolución húngara de 1956 que este esquema comenzaría a ser cuestionado o matizado.
En esta obsesión resulta indisociable de la elaboración de esa lista que Orwell elaboró con la ayuda de Richard Rees (el autor de una de su primera biografía, George Orwell. Fugitive from the Camp of Victory, un título que por cierto nadie aplicaría a la biografía de Garton Ash y de otros tantos triunfadores), que después se refirió a esta colección de nombres como “una especie de juego que jugábamos, a ver quién era agente pagado por quién y calculando cuántas traiciones cometerían nuestras bestias negras”; algunas fuentes incluyen en la actividad a Arthur Koestler, que ya se había pasado a la “otra barricada” con armas y bagajes. Orwell no estaba totalmente convencido de que todos los señalados merecieran sus inscripción, pero los incluía de todos los que creía que requerían dar pruebas de su sinceridad, o sea que tenían que demostrar que no eran agentes de la URSS. Así lo explicó el propio Orwell en unos comentarios sobre los "criptos" que publicó en New Leader: “Lo primero que debe hacerse respecto de estas personas (y es muy difícil, porque las pruebas son sólo deductivas) es identificarlas y decidir cuál de ellas es sincera y cuál no...Es indudable que han hecho mucho daño, en especial al confundir a la opinión pública sobre la naturaleza de los regímenes títere de Europa oriental; pero uno no debería apresurarse a suponer que todas tienen las mismas opiniones. Es probable que a algunas no les impulse nada más que la estupidez”.
Es evidente que estos momentos Orwell parece que ha dejado de admitir que existan otras concepciones sobre el “comunismo” que las suyas. La lista estaba escrita bastante al azar y mezcla personalidades entonces famosas con escritores desconocidos, y muchas de las inclusiones se basan en la mera especulación, en algunos casos las anotaciones son más bien un absoluto dislate, como en el caso de los historiadores marxistas E. H. Carr y de Isaac Deutscher cuyas obras eran garantía de cárcel para cualquier ciudadano del campo soviético que fuese descubierto con cualquiera de ellas y el tiempo se encargaría de mostrarlo, al menos en el caso del segundo.
Por lo general el cuaderno incluye nombres que en su mayoría resultan desconocidos aquí y ahora, pero otros no lo son. Entre estos últimos se encuentran Kingsley Martin director del New Statesman and Nation aparece distinguido como “Liberal degenerado. Muy deshonesto”. El dramaturgo irlandés desterrado en Inglaterra Sean O' Casey, conocido autor de Rosas rojas para mí (obra de gran resonancia entre nosotros en traducción de Alfonso Sastre) y un entusiasta de la URSS en los años treinta, es tildado de “Liberal en decadencia. Muy insincero”, aunque en realidad seguía vinculado al partido comunista irlandés del que había sido uno de los fundadores, lo que por cierto no fue obstáculo para que John Ford llevara un fragmento de sus memorias a la pantalla. Un “radical a la vieja usanza”, o sea un laborista de izquierdas como J. E. Priestey que tuvo una notable divulgación en castellano en los años cincuenta-sesenta, es definido como “Simpatizante convencido, posiblemente tenga algún tipo de vínculo organizativo. Muy antiamericano”. Sobre el cantante y actor afronorteamericano Paul Robeson al que le habían hecho la vida imposible en los EE.UU. y que estaba exiliado en Gran Bretaña, hay la siguiente anota: “Muy antiblanco. Partidario de Wallace”, en tanto que George Padmore (pseudónimo de Malcolm Nurse), el intelectual comunista africano más destacado de su tiempo, queda clasificado como “Negro, ¿de origen africano?”.
El más anciano seguramente era el reformador y un tanto extravagante dramaturgo G. E. Shaw que tiempo atrás no ahorró elogios ni con Stalin ni con Mussolini. De John Steinbeck, autor de Las uvas de la ira se dice “Escritor espurio, pseudoingenuo”, lo que demuestra más que una fobia política, aunque curiosamente Steinbeck ya había empezado a evolucionar hacia la derecha; mientras que Upton Sinclair, antiguo socialista y célebre autor de La Jungla es calificado de “Muy tonto”. Hay cineastas de la talla de Charles Chaplin (“Judío”, lo que nunca negó, no hay más que ver El gran dictador) y Orson Welles. También cita a Michael Redgrave, padre de Vanessa, y paradójicamente coprotagonista de la adaptación de Michael Anderson de 1984 así como de la tergiversada versión anticomunista de la obra de Graham Greene El amigo americano, del peor Joseph L. Mankiewicz, lo que podía interpretarse como una manera de “blanquearse”, lo que está confirmado en el caso de Mankiewicz a raíz de las acusaciones vertidas contra él durante la “caza de brujas” de Mac Carthy y cia, acusaciones que también sufrieron Chaplin y Welles. Del científico Solly Zuckerman se dice que es “sólo un vehemente simpatizante”, con el comentario: “Podría cambiar. Políticamente ignorante”.
Los criterios empleados no podían ser más amplios ni desasosegantes. Así aparece también el poeta Stephen Spender que fue “compañero de ruta” en los años treinta, y del que se señala la “tendencia a la homosexualidad”, al tiempo que se le considera “muy poco fiable” y “fácilmente influenciable”: lo cual no deja de ser cierto; después de colaborar con la CIA en los años cincuenta, Spender fue un activista contra la guerra del Vietnam y compañero de Bertrand Russell en las campañas por el desarme. También aparece otro de los poetas del grupo de Oxford, C. Day Lewis, uno de los mejores poetas líricos y cultos de su época, vinculado al partido desde mitad de los años treinta. El parlamentario laborista Tom Driberg era objeto de duros ataques, quizás porque representaba algunas cosas que a Orwell le encantaba temer. En su anotación se dice de él: “Homosexual, se cree que es miembro clandestino” (o sea no reconocido del partido británico), y luego se añade “Judío inglés”.
Está claro que el “juego” era más que eso y tiene un tono claramente inquisitivo, un lenguaje cercano al de la “caza de brujas”, e incluso peor, se podía afirmar que delirante. Por lo mismo resulta harto representativo de la manera distorsionada que Orwell llegó finalmente a percibir el fenómeno estaliniano así como de sus numerosos prejuicios morales y políticos acentuados por las fiebres, y por lo mismo, de que no siempre aplicaba su reconocida capacidad de análisis crítico, a veces las águilas vuelan como las gallinas. Afortunadamente, las leyes británicas no prohibían la pertenencia al PCB, ni ser judío, ni sentimental, ni estúpido, ni negro antiblanco, pero si penalizaban la homosexualidad, aunque también es cierto que existía una considerable “tolerancia”, sobre todo con la gente famosa. También llama la atención la aparición del concepto “antiamericano” de consonancias bastante evidente, y que son indicativas de algo que ya sus compañeros libertarios del Freedom Defense ya habían advertido en el último Orwell: una creciente confusión política, y una creciente reticencias en defender los derechos de los nacionalistas hindúes.
De por sí, los cuadernos son la página más oscura en su biografía, un punto de inflexión que va del honesto antiestalinismo de antaño al más sórdido anticomunismo. Además comenzaron a adquirir otro cariz cuando lo que Orwell llamaba su “listita”, dejó de ser un juego para cobrar una nueva dimensión. Esto ocurrió cuando, voluntariamente, la entregó al IRD, un arma secreta del Foreign Office como sabía perfectamente. Hubo un punto turbio cuando lo entregó a su amiga Celia Kirwan, sabiendo lo que ésta representaba. Evidentemente, no fue por dinero, y parece cierto que se trataba de una ingenua maniobra de enamorado. Sin embargo, esto no excusa el gesto, ya que una vez en poder de una rama del gobierno cuyas actividades no estaban sujetas a control. El documento dejó de ser un “juego” privado, y pasó por lo tanto a ser un instrumento susceptible de dañar la reputación y las carreras de las personas implicadas, personas que como Chaplin o Welles, eran hostilizadas desde los círculos del poder en Washington. O sea fue un error lamentable, algo que el propio Orwell habría desmenuzado y denunciado desde otras perspectivas. Dicho de otra manera, se trataba de un gesto que él mismo (que había creído firmemente en la famosa frase de Voltaire: “Detesto lo que decís; defenderé hasta la muerte vuestro derecho a decirlo”) habría considerado inadmisible.
Está claro que si una cosa está mal hecha, su naturaleza no cambia porque el responsable sea alguien que merezca el máximo respeto. Al abordar la cuestión, Garton Ash trata de justificar su Orwell, primero porque para él denunciar comunistas es -a lo máximo- “pecata minuta”, y segundo porque está interesado en dejar a su Orwell como un modelo consagrada, de una honestidad que se verifica por su denuncia de lo que llama sin el más mínimo rigor “regímenes orwellianos” en el que no incluiría la Inglaterra de la señora Thatcher y de los yuppies. Con este juego de mano desaparece toda la obra crítica de Orwell centrada en su propia mundo, y orienta el sentido de sus escritos en una sola dirección sin mayores matices, otorgándole la categoría de última palabra cuando, escamoteando cualquier análisis histórico concreto, enmarca el “telón de acero” bajo unas referencias literarias que, cierto apunta hacia algunas de sus características básicas, pero muy insuficientes, y las amalgama con otras que no le corresponden. Es más, hay en gente como Garton Ash mucho de los intelectuales orgánicos de un sistema único en el que la guerra es la paz, no hay más que ver lo que ha ido escribiendo éste sobre la guerra da Irak.
Por supuesto, la admiración en general por Orwell, no obliga –por supuesto- a ninguna incondicionalidad, y parece evidente que se puede hablar de una derechización en su obra. El nervio vital del Orwell de Homenaje a Cataluña y el de Animal Farm no es otro que la admiración por la clase trabajadora y la apuesta por una revolución socialista con todos sus problemas, no faltaba menos. Este nervio revolucionario ya no se encuentra en 1984, una obra en la que la revolución está contemplada de manera cuanto menos ambivalente. Al final no está claro que la propuesta del gran negador Goldstein sea auténtica y no una oscura maniobra del propio poder. En su trama subyace un fatalismo en el que la sociedad sucia, cruel, uniforme, puritana y archicontrolada se impone como final de la historia.
Comentando estos hechos, la escritora norteamericana Mary McCarthy creyó ver con razón el principio de una evolución de Orwell hacia la derecha anticomunista, y escribió que fue una bendición que muriese tan joven (ella no la tuvo). Desgraciadamente no se trata de una hipótesis descabellada. En aquellos años, evoluciones de este tipo no fueron precisamente una excepción. Escritores que habían sido paradigma de las izquierdas como André Malraux o John Dos Passos, dieron ese paso. Un paso que, conviene subrayar, no contradecía el carácter subversivo y contestatario de una obra anterior, precisamente la que les había hecho famosos y reconocidos.
Una vez muerto, la obra final de Orwell pasó a ser enmarcada y etiquetada como un material cultural inapreciable para la guerra fría cultural. Esta manipulación afectó la imagen del Orwell izquierdista que fue bastante olvidado, y obras como El camino de Wigan Pier y Homenaje a Cataluña pasaron comercialmente a segundo o tercer término entre sus obras, la segunda no se reeditó hasta 1951. En los medias pasó a ser un “profeta” que anticipaba una nueva manera de ver el mal social. Con la invención del “totalitarismo” el juego se reducía al fascismo y al comunismo. El capitalismo quedaba redimido por la democracia realmente existente. Con esta regla de tres, un intelectual arrodillado ante el Dios Mercado como Vargas Llosa puede dictaminar que los males del mundo no son la concentración de la riqueza y el poder, ni la destrucción ecológica. Al parecer recae sobre personajes como Castro o Sadam Hussein (o Chavez), a los que se les otorga el papel de ser los malos del mundo, ante todo porque han molestado o molestan la política exterior norteamericana.
Como ya he señalado, no sería hasta los inconformistas años sesenta que el auténtico Orwell fue ampliamente recuperado como parte de una denuncia democrática y revolucionaria del estalinismo, como el cronista de una revolución socialista concreta, la española, cuya represión significó la muerte moral de la República, y que hasta entonces se había tratado de ocultar.
Después de más de un año de la aparición de la noticias sobre la “delación” de Orwell, unas notas de la pequeña columna que Eduardo Haro Teglen tiene diariamente en El País (02-09-04) ha resucitado la historia. Según Haro: “Orwell fue trotskista, vio los desmanes contra los suyos en la guerra de España y luego entregó listas de comunistas clandestinos a Estados Unidos”. Días después, y en respuesta a una andanada de un Fernando Savater (4-09-04), de vuelta de antiguas andanzas libertarias, y muy próximo a la derecha del PSOE y abiertamente cómplice del PP. Haro insistirá en que la lista que “envió desde el hospital -murió meses después- al Information Research Departement, servicio de propaganda anticomunista del Foreign Office, al que, por cierto, perteneció Isaiah Berlín durante la guerra fría, en Washington, donde figuró con la cobertura de secretario de Embajada. No es este el lugar de entrar en la parte de la polémica que corresponde al conocido filósofo, pero si creo necesario señalar que, sin menoscabo de la talla intelectual de éste, su orientación política no tenía nada que ver con la izquierda, la clase obrera o el POUM, antes al contrario.
La investigadora sobre la CIA, Frances Stonor Saunders dice muchas más cosas que las pudiera insinuar Haro. Cosas que van mucho más allá que unas “listas” escritas con cuarenta grados de fiebre, y que solamente se les puede amalgamar bajo el manto del “antitotalitarismo”, un concepto que Berlín jamás aplicaría a las multinacionales que están haciendo que lo del “totalitarismo” pueda parecer cosas de aficionados, sobre todo después de que el pequeño dios del “comunismo” haya sido derrotado por los amos del mundo. El añadido norteamericano amplifica el gesto, y es un detalle que Haro no refrenda con datos y que en el contexto resulta diferente al IRD tal como lo que expone con más precisión Andy Durgan. Aunque comienza matizando su culpa como una reacción comprensible del presunto “trotskismo” de Orwell, lo que queda colgando es la acusación de delación, que ya fue ofrecida por El País desde el primer día sin que Savater tuviera a bien levantar su levantisca prosa contra la izquierda que no se inclina. Stonor Saunder recuerda que en el prefacio de Animal Farm, Orwell escribió: “Si tuviera que elegir un texto para justificarme, elegiría el verso de Milton: `Por las conocidas normas de la vieja libertad´”, porque en realidad, al fin y al cabo se trata de aplicar unas normas sencillas, como aquellas que su compañera Sonia formuló, porque “una sociedad justa es una sociedad libre, igualitaria y decente”, un lugar en el que, al decir de Machado, nadie es más que nadie. Donde no se explota ni oprime al prójimo, donde es más el que menos necesita que el que más tiene…
Acabo aquí. El lector interesado encontrará un trabajo mucho más extenso en mi libro La cuestión Orwell, que editó Sepha de Málaga el año 2008…

Pepe Gutiérrez-Álvarez en Kaos en la Red

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